Gustavo Affranchino

Tsoreto 14 - El orden de prioridades en campamento

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
El orden de prioridades en campamento

 

Cuando Tsoreto iba de campamento, siempre estaba a cargo de la instrucción de los cadetes en temas de supervivencia.

Esa vez, el sitio elegido había sido Sierra de la Ventana.  Los profesores querían despegarse algo más de la formación tradicional y armaron un plan para conseguirlo.  El tercer día desaparecerían durante la noche, dormirían al guardia con barbitúricos y no volverían a aparecer durante las catorce jornadas restantes.

El único que podría permanecer en acecho sería Iemepé.  Según la planificación, aparecería cada tanto para introducir técnicas que los cadetes no dominaran.  Las materias posibles eran diversas y serían escogidas por el detective según resultase el devenir de los hechos.

...

Los micros del cuerpo policial descendieron por la pendiente coronada con el título “Villa Ventana”.  Eran seis.  En ellos viajaban doscientos noventa cadetes de cuarto y quinto año.  Fruto de la reunión de varias escuelas, la ocasión era buena para conocerse con sus futuros colegas.  Aunque existía una mayoría masculina, se contaban también ochenta futuras policías.

Pronto estacionaron al borde del área de acampe.  Ordenadamente descendieron y vaciaron el equipaje.  Cada estudiante portaba un bolso de mano azul marino y otro más grande del mismo color.  Los bultos amontonados en la baulera del último colectivo, que era el más largo de los seis, fueron retirados al final.

Se trataba de carpas iglú camufladas, hachas, palas, picos, faroles y otros implementos útiles para aquella aventura.  Amontonarlas prolijamente no traía inconvenientes porque las cajas tenían todas idéntica forma y tamaño.

Cuando el transporte se hubo retirado, el oficial a cargo formó en herradura a todas las tropas.  Izaron la enseña patria, gritaron algunas frases acostumbradas que lograban enardecer los corazones y pasaron a oír las primeras instrucciones de campo.

A cada uno se entregó un rollo plástico; una especie de porta cepillo dental.  Adentro estaban enumeradas una decena de misiones.

La primera los separaba en setenta patrullas de cuatro o cinco personas.  Un cadete a elección debía ser nombrado guía y adoptarían en no más de diez minutos un nombre para presentarse al resto y un lema secreto.

La segunda indicaba dónde debían armar su carpa.  Describía una serie de implementos a retirar de intendencia para delimitar su sector y enumeraba las construcciones obligatorias a levantar.  Entre ellas había una cocina, un tendedero para secar la ropa, una trinchera, dos estanterías, la mesa con bancos para almorzar y cenar, un oratorio y otras tantas.  Todo debía completarse en tres estrechas horas.

Cumplido ese lapso, las patrullas deberían estar formadas dentro de su rincón en perfecta escuadra; los oficiales de turno pasarían revista y recién entonces estarían autorizados para encender los fuegos y empezar a cocinar.

Lloviese, tronase o fuesen acariciados por la tibieza de febo, las tareas eran idénticas.  Cada patrulla debería implementar las variantes necesarias según el clima, pero no se tolerarían apartamientos del plan original.

Todo marchaba viento en popa hasta que leyeron la tercer tarea encomendada.  Cada uno de los puntos debía tildarse en el pergamino cuando estaba completo.  La totalidad podían leerse desde el primer instante, pero el detalle de lo que contenían iba siendo entregado por los instructores a medida que se avanzaba.

El tercer punto se llamaba “Combate nocturno entre patrullas”.  Sonaba divertido, pero los cadetes se asustaron al leer las instrucciones...

Esa noche -la primera de todas- los estudiantes de imaginaria ni sentirían la tentación de pestañar.  Se le llamaba imaginaria a la guardia montada en cada rincón.

Para el entrenamiento, la fuerza había puesto en libertad condicional a tres de los peores asesinos que custodiaban los barrotes.  Eran tan renombrados que al leer sus apodos en el papel hubo multitud de escalofríos.  Por cada cadete que mataran, se les reduciría un año la pena impuesta por la justicia.  Ese había sido el trato.

Los alumnos temían por sus pellejos y además estaban contrariados por lo injusta y descabellada que parecía aquella actividad.

Más abajo, el detalle de esa tercera prueba seguía explicando sus reglas.  Los efectivos debían entregar al cuerpo de oficiales las pistolas y todo tipo de armas blancas que llevaran consigo.  Los criminales tampoco contarían con revólveres ni cuchillos.  Sólo dispondrían de los utensilios que se hubiesen podido construir con ramitas, prendas de su propia ropa o algo por el estilo.

Por cada asesino que capturara vivo una patrulla, sumaría cien puntos al cuadro general.  Al fin del campamento, los miembros del grupo con mayor puntaje serían condecorados por el Comisario General.

Si a la mañana siguiente se contaba sólo con el cadáver de los asesinos, por cada uno sumarían solamente diez puntos.  La diferencia era grande.  Pero no sabían cómo se podría controlar el combate con semejantes personajes.

Otra regla permitía robarse convictos entre patrullas y utilizar cualquier tipo de treta que se les ocurriese para contar con los presidiarios cuando se oyera cantar al gallo por segunda vez.

Tsoreto observaba de cerca a varias patrullas, pero tenía especial interés en una denominada “Los cuatro fantásticos”.  Entre sus miembros estaban María José Figaró y Lisandro Nieto.  La chica era hija de un colega y la conocía desde niña.  Sabía de sus habilidades fuera de lo común y tenía fe en que se transformara algún día en una superpolicía.

Lisandro también poseía dotes extraordinarios.  Lo había apadrinado durante sus primeros años en la escuela policial y le resultaba bien conocido.  El muchacho había ascendido antes de tiempo a causa de una nota presentada por Iemepé, donde detallaba el excelente desempeño que habíale observado, destacando el arrojo valeroso y la capacidad para la pelea cuerpo a cuerpo.

Los cuatro fantásticos tenían un plan recién salido del horno.  Las primeras horas andarían a escondidas como observadores.  Mientras tanto dispondrían de un buen tiempo para trenzar cuerdas con los vientos de otras carpas o con fibras vegetales que pudiesen conseguir.  Esas sogas serían lo único necesario para mantener atrapados a los delincuentes hasta el momento indicado.

Uno del equipo, de estatura considerable y aspecto tosco podría ser maquillado para asemejarse al Puerco, que resultaba ser uno de los tres malhechores liberados para aquella actividad.

Así lo hicieron.  María José, Lisandro y el otro muchacho andaban disimuladamente entre carpas y a veces camuflados tras el follaje de alguna planta.  Mientras tanto trenzaban gruesos cordeles que podrían sujetar hasta un elefante.

El falso Puerco se escabulliría con la intención de distraer la atención del resto de patrullas y en la esperanza de contactar a los otros dos presidiarios y conducirlos hacia su propio rincón para capturarlos.

Pasaron las horas y el despliegue de cadetes estremecía los escondrijos del mismo suspenso.  Los pocos que habían decidido montar imaginaria sudaban frío.  Sin poder de fuego alguno, con la sola munición de sus nudillos exponían el pecho a la intemperie delictiva.

Hubo gritos, riñas tumultuosas, corridas por doquier, saltos desde las copas de los árboles, enredadas con cordones, golpes de tronco y otra variedad de espectáculos.

Se oyó un primer “kikirikí”.  Las pautas que muchas de las patrullas habían dispuesto para terminar la acción se pusieron en marcha.  Pronto el segundo y esperado canto puso fin a la sangrienta competencia y los oficiales se hicieron presentes en la plaza central.

-¡Cada patrulla retorne a su sitio!  ¡Los cautivos cesen sus intentos por zafarse y prepárense a ser registrados!- ordenó a viva voz por un megáfono el responsable de la operación.

Ayudados por la luminosidad amaneciente y unas linternas potentes, los instructores fueron relevando cada rincón.

Tres patrullas habían sufrido bajas, incluida la de Los cuatro fantásticos.  Pese a ello, el equipo que Tsoreto había observado con mayor interés tenía en su poder a dos de los delincuentes vivos.

El tercero había sido atrapado por La langosta, una trup de cuatro cadetas rozagantes por la victoria conseguida.

En formación se entregaron puntos a uno y otro equipo.  Viéndose con mayor claridad los rostros, cayeron todos en la cuenta de que los tres atrapados habían sido cadetes disfrazados.  Uno era el mismo Puerco falso que conocemos.  Los otros dos eran jóvenes que también tenían un especial parecido físico con los delincuentes mencionados en el pergamino explicativo.

Devueltos ya los cautivos a sus patrullas originales, el entrenador de lucha explicó que realmente no se había liberado a ningún preso real.  La selección de cada presidiario se había llevado a cabo considerando su parecido con algún estudiante en especial, dando por seguro que al menos a alguna de sus patrullas se les ocurriría emplearlos como anzuelo.  Así acababa de suceder no con uno sino con todos ellos.  El plan previsto había dado resultado.  Pasó entonces a entregar puntuaciones igualmente importantes, premiando el accionar apuntado durante la noche por los oficiales observadores.

Como estimaba Tsoreto, Los cuatro fantásticos quedaron entre los diez primeros.

Casi nadie había dormido.  El instructor mayor sonó su silbato y hubo que ponerse a leer el nuevo pergamino de detalle que les acababan de entregar.

La cuarta tarea mandaba escalar con premura una de las sierras.  En el abra los esperaría la brigada de paracaidismo para poner a prueba el temple de cada patrulla.

Varios tobillos resultaron esguinzados y hasta hubo una pierna fracturada.  Los cadetes debieron ejecutar una treintena de saltos, cruzar extensas redes, bucear por caños de desagüe repletos de líquido, serpentear por camas de barro y trepar por sogas verticales ayudados por nudos algunas veces y otras no.

Con el último brinco descendían lo escalado previamente en tiempo récord.  Sujetados a un parapente se lanzaban desde el borde abruptamente recortado de una serie de acantilados.  Abajo eran recibidos por Tsoreto, que cuando la patrulla estaba completa les entregaba la explicación del punto cinco.

-¡Queremos dormir!- se les escuchaba a muchos balbucear entre dientes.  El investigador se reía tras la máscara y les recordaba que al mediodía tendrían que representar lo que les correspondía de la obra.

El número cinco intitulábase “La actuación”.  Los detalles narraban un extenso cuento antiguo.  Cada equipo tenía encargado un papel específico, del que debía escribir y memorizar los libretos para llevarlos a escena.  La obra completa sería filmada y televisada por un canal de cable.

Pese a sentirse más que agotados, los actores improvisados se hacían reír entre ellos.  Los yerros, las finezas artísticas y un arsenal de técnicas escénicas inventadas, confirmaban la adecuación perfecta del quinto punto para ese momento del día.

Cocinaron y estaban terminando de comer a las tres, cuando un inoportuno silbido metálico los llamó nuevamente a formar.

-Aún no hemos podido descansar- se murmuraba entre otras protestas.

El silencio tomo presencia cuando se apostaron en la herradura.  Excepto el enyesado, los cadetes mantenían posición de firmes.

-Descanso- ordenó quien dirigía.  –Se les hace entrega ahora del desarrollo de la sexta pauta contenida en el primer pergamino principal.  Sepan que estos diez puntos son sólo los iniciales.  Durante las diecisiete jornadas en el campo escuela los esperan incontables compromisos.  Espero que hayan comido bien y estén descansados- les indicaba el instructor viendo seriamente a los ojos a cada uno.

Hizo un espacio, como para que digirieran sus palabras.  Justo cuando el cadete de mayor rango, que era el único autorizado a interrumpir sin permiso el discurso de un oficial, se disponía a hablar, el instructor continuó.  Les mandó realizar flexiones de brazo allí mismo.

Cuando estaban de pie, con lo que les restaba de aliento y tratando de no devolver el almuerzo llegaron a escuchar: “Tienen un minuto para leer las instrucciones.  Al llamado de la chicharra habrá otro minuto más para ocultarse.  Rompan filas.

Lo tipeado en aquella hoja resultaba difícil de entender.  Usaba castellano antiguo y varios términos sonaban diferentes.

Esto se equilibraba con su estrecha longitud y el minuto que corría les alcanzaba justo.

-¡Prrra...!- gritó una bocina venteada electrónicamente.  Todos los alumnos se alejaron de la plaza.  Algunos entraron en las trincheras y otros se ocultaron más allá.

La disputa principió con granadas de humo y balas de goma.  Siete profesores de tiro se desparramaban entre las posiciones tomadas por las patrullas e intentaban impactarlos.  Los huecos bajo tierra pronto debieron ser abandonados, humaredas de gases irrespirables los invadían con facilidad y nadie podía resistir allí dentro.

Las pruebas se sucedían una tras otra.  Acabaron el primer pergamino principal y durante la segunda noche, cuando todos rogaban por unas gotas de descanso, el Comisario local se presentó trayendo el pergamino principal número dos.

Poco pudieron dormir.  La tercer mañana estaba lluviosa y mantenerse parado parecía ya sobrehumano.  A las seis inició una práctica deportiva tipo tocata.  Algunos se veían tremendamente marrones del barro y Tsoreto se sintió más a gusto.

Por fin, esa noche podrían roncar sin percances.  El oficial a cargo admitió que no se realizaran las imaginarias por rincón y en su lugar dispuso un guardia único para todo el campo, con turnos de media hora.

Todo había sido a propósito.  Para llegar a esa situación los hubieron agotado a tal extremo.  Cuando dormían, el cuerpo de oficiales montó a caballo.  Un Capitán sedó al guardia atrapando su respiración con una gasa embebida en cloroformo y luego emprendieron raudo trote hacia el poblado cercano.

El único que quedó en campo –tal cual contamos al principio-, fue el Investigador de la Máscara de Plata.

Los cadetes despertaron como a las dos de la tarde.  Cayeron en la cuenta de las ausencias y se organizaron para poder continuar con la instrucción.  Tenían treinta puntos aún pendientes del último pergamino.  Hicieron la comida y con el cadete principal a cargo continuaron sus labores.

Nadie se había percatado de la presencia de Iemepé.  Pese a sus aromas marcados, el detective sabía cómo ocultarse cuando era necesario.

Cuando oscureció no dejaron de vigilar, pero de alguna manera al despertar, las bolsas de dormir se encontraban esparcidas bajo la luz tímida de las estrellas.  No estaban las carpas iglú y habían desaparecido cada uno de los implementos que facilitaban su supervivencia.

Ahora les quedan las bolsas, los uniformes que llevaban puestos y los pergaminos indicando lo que había que hacer.

El cadete a cargo envió dos hombres hasta el pueblo para conseguir refuerzos en la comisaría, pero cuando se alejaban fueron alcanzados por certeros disparos de Tsoreto.  Sus muslos perforados les impedían caminar y fueron tan sólo capaces de regresar a campamento a la rastra una hora después, con la noticia de que nada habían logrado averiguar.

Empleando los cortaplumas y algunas plantas que habían estudiado en las clases de supervivencia de tercer año, atendieron a los cadetes heridos.

Esa tarde oyeron un silbato que los llamaba a reunirse en la plaza central.

Ver al investigador alegró muchos agitados corazones y permitió que la ronda de jóvenes efectivos buscase el equilibrio entre la distancia máxima para no oler y sí escuchar.

-En lo que sigue nos veremos en reiteradas ocasiones.  Deberán cuidar sus espaldas porque las balas ya no son de goma como antes, ni los criminales serán falsos.  Lo habrán notado ya las piernas de sus dos compañeros- les prevenía Tsoreto ironizando con dureza.

-Si sobreviven- continuó, -serán hombres y mujeres dignos de la fuerza.  Si no lo hacen, mueran con dignidad.  No permitan que el destino se lleve también su coraje, ni su valentía, ni su honor.

Los rostros sucios y concientes de aquellos jóvenes lo decían todo, pese a que no pronunciasen palabra mientras oían a Iemepé.

-Recuerden la CALMA y los cinco principios de supervivencia.  Aplíquenlos para poder continuar con sus pruebas.  Este es el primer desafío- expresado esto, el policía echó a suelo unas bolas explosivas y cuando la humareda se disipó, notaron que ya no estaba... como los ninjas.

Las experiencias fuertes pasaron.  El detective aparecía y desaparecía de diferentes formas.  Los físicos y espíritus de sus alumnos iban templándose forjados por el sudor y las grietas agrietadas por el viento.

El décimo tercer día llegó en una liana.  Traía consigo varios cocos de palmera y un paquete grueso.  -¡Vengan todos que les traigo buenas nuevas!

En minutos, la ronda habíasele constituido en derredor.  Tsoreto repartió los cocos y mientras bebían el jugo laxante les habló de prioridades.

Conversando fueron recorriendo los sucesos y definiendo qué era más importante y qué menos.  Ese ejercicio era la chicha del gusano; el bicho del caracol; el corazón del campamento; el nudito del ombligo.

-Una vez que la persona es capaz de ordenar claramente las prioridades- resumía el investigador, -ya nunca las olvida.  Un sabio deportista uruguayo me enseñó que durante las situaciones límite, se ordenan fácilmente dichas prioridades.  Ustedes no han llegado en el campamento a sus verdaderos límites.  Quizá nunca en la vida los alcancen, porque sé que son valerosos y sus extremos habitan en la lejanía de lo posible.- Tsoreto estaba por aclararles uno de los secretos de la vida y la inspiración lo poetizaba.

-Ordenamos muy bien las cosas como el agua, la salud, el refugio, la comida, el estado mental y otras tantas.  Pero nos falta algo.  Lo mejor.  Lo que siempre puede sacarnos de una entramada por más siniestra y adversa que parezca.  La clave del futuro, del pasado y el cristal fundamental del acampe.- El investigador había llevado de eso en la bolsa papel madera que tenía a su lado.  Disfrutándolo quería que cada uno nunca olvidara aquel mensaje.

Hizo un espacio de varias redondas para dar tiempo al ingenio de los muchachos.

María José se sentía muy nerviosa pero creía acertar de qué se trataba.  También lo estimaba Lisandro.  No lo sabían, pero si algún cadete se animaba a dar la respuesta correcta al enigma suspensivo que Tsoreto había dejado picando, significaría que ya estaban listos para recibirse.

Lisandro se animó.  Parecía que el corazón se le salía por la boca.  Pero venció aquella presión neumática y levó la mano derecha con firmeza.

-Señor- alcanzó a articular.

-¡Lo escucho!- respondió Iemepé con semejante energía que el cadete quedó paralizado.  También el resto estaban tiesos de miedo.

-E...l-, -¡¡¿El qué?!!- lo abofeteó el investigador en palabras.

Lisandro se estiró con las manos hacia atrás como abriéndose el pecho y tomó aire.

-El chorizo colorado- concluyó.

Iemepé no sonrió, ni gritó, ni nada.

-Venga conmigo por favor- le ordenó.  Cuando estuvo al lado le pidió abriese el paquete.

Dentro había docenas de deliciosos chorizos rojos como el mismo latido del tiempo.

-¡Atención!  ¡Firmés!-  Tsoreto buscó en su bolsillo una insignia de metal.  Eran dos estrellas plateadas.  Lisandro estaba en frente y mientras permanecía en perfecta línea le fue descosido su rango de cadete.  Iemepé terminó la extracción, le dio al muchacho sus antiguos galones y sobre ambas charreteras le calzó sendas estrellas.

-¡Subteniente Nieto, lo saludo!- sentenció y extendió su mano mientras el resto aplaudía a rabiar.

Acabado el festejo, el detective dio las instrucciones para continuar con las pruebas.  El flamante oficial solicitó seguir participando en el campamento de supervivencia y le fue concedido.

María José y otros pocos que también habían intuido la especial respuesta, comprendieron que requerían más valor para complementar su ingenio.  Y trabajaron duro para forjarlo.

El acampe resultó todo un éxito.  Los cadetes habían recibido tremenda instrucción y resultaron a posteriori fantásticos doscientos noventa policías.

Reunidos con otros oficiales, disfrutando de la última noche que había resultado calma y estrellada, Tsoreto, Lisandro y el instructor de educación física mateaban fuerte y degustaban preciosas rebanadas del colorado manjar.

-Nada comparable a esto- suspiraban.

-Por cierto, ¿cómo te apellidas?- le preguntó el Subteniente al investigador que ya tenía por amigo.

Tsoreto le respondió al oído, para que nadie más oyera...  Terminaron el chorizo colorado y entonces, con la necesaria energía incorporada en su amorfo organismo, el Investigador de la Máscara de Plata, continuó haciendo justicia.