—Estoy cansada —le dije.
Y no sé por qué pensé que esta vez sería diferente.
Pero la realidad me golpeó con su pregunta:
—¿De qué? —dijo sin más.
Guardé silencio.
No estaba dispuesta a explicarle a alguien
que ya se notaba que no iba a entender.
Sonreí sin ganas, bajé la mirada,
y me di por vencida justo cuando apenas
me había atrevido a hablar.
Mi silencio no ayudó.
La realidad insistió:
—¿Acaso has trabajado? ¿Limpiado? ¿Te has ejercitado?
Porque sólo te veo acostada.
No es posible que estés cansada.
Lloré por dentro.
Recé por no hacerlo frente a ella.
Sus palabras me lastimaron,
pero más aún el saber
que nadie podría entenderme.
—Vivir también cansa —dije,
levantando la mirada con los ojos ya húmedos—.
No espero que lo entiendas ahora,
pero sí que no muestres desinterés.
Algunos no somos tan fuertes,
algunos necesitamos donde sostenernos.
Sólo eso esperaba de ti.
Pero ya sé que eso no pasará.
Me levanté.
La decepción pesaba más que el cuerpo.
Me di la vuelta
y caminé hacia el único refugio que me quedaba:
mi habitación.
Allí, no había alguien que me juzgara.
Allí, el silencio me abrazaba con amor.
Allí, podía desnudarme ante el dolor.