Jesus de los Angeles Valdivieso Alarcon

Donde florece la culpa

Al borde del camino, donde el destino nos separó, volvía cada día.
No buscaba su alma,
sino el eco helado del dolor que me dejó.

Fue ese día: el perro, el árbol, el giro del timon... un golpe.
Un solo golpe.
Quise salvar una vida y perdí la suya.

Siempre he odiado a los animales.
Me parecían inútiles, ruido sin propósito.
A ella le encantaban,
Los recogía abandonados con la esperanza de verlos crecer
Yo los echaba al sexto día.

Ella amaba los animales
Yo los odiaba
Y aun así, fui yo quien eligió salvar a un perro.
El destino tiene un raro sentido del humor.

Volví al lugar, una y otra vez.
El silencio era mi castigo,
la carretera, mi confesionario.
Tantos días llorando la culpa
Hasta que un día la vi:
una flor diminuta, valiente y 
brotando en la tierra donde su sangre se había secado.

No debía crecer allí.
El suelo era piedra, ceniza, muerte.
Y sin embargo, respiraba.
Pensé que era ella,
Creí que era ella,
intentando quedarse un poco más conmigo.

Al día siguiente, la encontré distinta.
Sus hojas se abrían hacia el sol,
temblando, pero decididas.
Creí oír su voz en el roce de los pétalos,
una voz leve, casi humana,
diciendo: “sigo aquí”.

El viento sopló con fuerza la jornada siguiente.
La vi doblarse, casi rendida,
y mi instinto me empujó a protegerla.
Clavé un palo junto a su tallo, firme,
para que se aferrara al mundo
como ella no pudo hacerlo.

Pasaron los días, y los conejos llegaron.
Hambrientos, olfateaban su fragilidad.
Los espanté con piedras, con gritos,
con miedo a perder de nuevo algo que amaba.
Me quedé hasta que la noche me obligó a marcharme.

Al regresar, la flor seguía viva,
más fuerte, más alta,
y algo en ella había cambiado.
Nuevas espinas le nacían en el tallo,
como si hubiese aprendido a defenderse sola.
Sonreí. No me quiere dejar, pensé.

Las aves vinieron después.
Bajaban en bandadas, curiosas, crueles,
picoteando su cuerpo tierno.
La vi sufrir, resistir,
erguida contra la violencia del aire.
Era ella, otra vez,
luchando contra el olvido.

Y entonces comprendí:
mientras yo siguiera viniendo,
ella seguiría sufriendo.
El amor también sabe cuándo callar.
No regresé más.

Hoy he vuelto, seis días después.
No sé por qué.
Tal vez por costumbre, tal vez por fe.
La flor ya no está.
Solo el vacío donde alguna vez respiró su belleza.

Y en el lugar donde estuvo,
yace ese perro, tranquilo, moviendo la cola.
Me miró un instante, triste, como si entendiera.
Sonreí.
Baje la mirada y marché.