No entiendo la maldad.
No la entiendo y la soporto. La soporto como a nadie.
La miro, la analizo, la abrazo, le pregunto, la aconsejo.
No entiendo la maldad y cuando la reconozco, otra vez, una vez más, frente a mí; en lugar de cerrarle la puerta: le doy la bienvenida.
La dejo recordarme también. La siento junto a mí o encima mío, la acaricio y le cuento cómo era yo antes de conocerla y cómo hizo ella para transformarme estando una vez en mí vida.
La dejo ahí, con mis pedacitos rotos en sus manos. Mis frágiles y pequeños pedacitos rotos compuestos de los poquísimos, casi diminutos recuerdos que tengo sobre ser feliz... y vuelvo sobre mis pasos.
Una vez.
Otra vez.
Una vez más.
Otra vez más.
De nuevo.
De nuevo una vez.
De nuevo otra vez.
De nuevo una vez más.
De nuevo otra vez más.
Y vuelvo, cansada del recorrido y el peso de las memorias y me enojo, ¡cómo me enojo! Le pregunto de inmediato qué hace ahí, cómo fue que me encontró, por qué tiene mis pedacitos rotos en sus manos y lloro, lloro tanto. Quiero arrancarla de mi vista, pero no puedo tocarla porque ya no sostiene mis pedacitos con sus dos manos, juega con ellos frente a mí y se divierte convenciendo a mí deshidratado corazón que puede arrebatarmelos también.
Grito, me retuerzo, intento echarla y ella sigue ahí: quieta, en silencio, mirándome con sus ojos sonrientes, penetrando los míos tristes, ya pequeños de tanto llorar.
No cambió nada. Ni para ella ni para mí.
Las dos como ayer, como antes, como hoy, como siempre.
Y aunque no entiendo la maldad, nunca he podido escapar de amarla.