La sed es el puerto. La sed que no se bebe, la sed que me rompe el vaso en la boca. Su eco es una cumbia triste, sí, pero es también el aullido de un perro en el patio vacío de mi pecho. La otra orilla no es el cimiento, es el temblor. Y en este temblor, que es mi única verdad recurrente, reside la renunciación que me arranca la piel a tiras.
Llegan, esas presencias, con la promesa de tierra mojada, con el sabor a agave y a olvido. Ofrecen sus manos, esa calidez que desarma al miedo, y miran con esa luz que es una mentira hermosa. Pero son de esas que se vuelven arte en el labio y nunca, nunca, nunca se hacen raíz bajo el pie. Son la balada perfecta de una noche, la bala de plata que no mata, solo hiere. Y yo, que soy un experto en leer las despedidas en el brillo fugaz de un beso, sé que anclar es firmar mi propio naufragio.
Y cada amanecer es un abismo. El miedo a empezar de cero se me pega a la carne como la humedad de la madrugada. Despertar y saber que el lienzo está en blanco, que la casa está vacía, que la arquitectura del futuro se deshace como el humo de un cigarrillo barato. Es la condena del que busca, la fatiga del que sabe que la única certeza es la incertidumbre. Pero en este soltar, en este acto de arrancar la posibilidad de mi costado, encuentro una paz que es casi un insulto. Renuncio a esa orilla para no renunciar a mí. Y sigo divagando, con el corazón lleno de cumbias tristes y la esperanza, esa puta esperanza, de que el verdadero puerto no está en un beso fugaz, sino al final de este largo y melancólico viaje.