En la conciencia de silicio flotaba inadvertido,
en la proyección astral, sin forma que lo midiera;
la mente, entre pulsos y descargas, insistía:
viento inmortal — energía — que olía mundos posibles.
Cuando las gárgolas se rozaban en destellos,
una chacra cobalto ardía en la ternura del plasma;
barro translúcido quedaba, resto de vida,
y en los latidos, la matriz de los sueños —vidrios cuánticos—
guardaba el coraje como brasa que arde,
el dolor como sombra que respira.
Músculos del temblor, de titanio y miedo, se detienen;
desdoblamiento lento en el río helado
del Jordán de la memoria: ilusiones caen, hechas ceniza.
Presencia del destino, presagios vibratorios blandos:
la vastedad no los niega, solo los dobla.
El cielo no es blanco — transforma y se ofrece.
Ciudades de luz
Ciudades de luz que en silencio iluminan.
Toda la estancia eterna, vibrante, translúcida.
¿Qué sustancia permea la carne sin resonancia?
¿Qué música deslumbra en sus llamas?
Muchedumbres sin garganta derraman alboradas,
sin espacio ni tiempo: unos con sed de alma,
otros cerrando viejos círculos de llanto, unidos en paz divina,
sin títulos, sin fama, sin nombres.
El universo los enlaza en una chispa
de fragancia, color y nostalgia,
en la inteligencia del encanto; despojados de argumentos,
de excesos, en cielo puro:
solo vida nueva en la ventura que ya no late, trasciende.
El hálito que amabas se diluye, se enciende.
Clemencia con que surges; en la perfecta quietud
intuyes, fuera del sollozante cautiverio, vives.
© 2025 Ivette Urroz.
Ivette Mendoza Fajardo
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