Recuerdo tus manos explorándome como si fuese la primera vez,
el temblor de mi piel rindiéndose, sin más,
a tu tacto y como la habitación se llenaba de un calor denso, vibrante, casi eléctrico,
que nos envolvía hasta dejarnos sin noción del tiempo.
Recuerdo tu boca golpeándome despacio, con esa precisión que desarma sin aviso,
y yo perdiéndome sin miedo en tus embestidas,
en cada grieta que abrías dentro de mí.
No era solo deseo,
era el rastro de algo que ya nos habitaba,
quemándonos con la suavidad de lo que siempre estuvo destinado.
Recuerdo como nos mirábamos cuando follábamos,
como nuestros ojos sostenían un pacto secreto,
un lenguaje sin palabras donde el cuerpo hablaba más fuerte que cualquier promesa.
Esa mirada era posesión, entrega, dominio y rendición al mismo tiempo.
En esa mirada ardía la certeza de que,
aunque el mundo se derrumbara,
allí, en ese instante, no existía nada más que nosotros.