Gustavo Affranchino

Tsoreto 11 - La fucking mosca

EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...

La fucking mosca

 

- Sí.

Las risotadas de Tsoreto resonaban inodorescas en el despacho del comisario, luego de que los dos intercambiaran ideas sobre un reciente homicidio que los tocaba muy de cerca.  Derritiendo su dolor lágrima tras lágrima, el jefe de policía dejó en manos del investigador de la máscara de plata las pocas pruebas que los peritos alcanzaron a arrancar del casi impenetrable velo de misterio y perfección que envolvía al crimen cometido contra su esposa (está demás aclarar que nos referimos a la esposa del comisario, ya que las mujeres de hoy en día son algo reacias a acercarse más de diez metros al investigador, quizás por el desodorante que no usa).

Tsoreto cerró la puerta de la oficina y se puso en marcha mientras leía perspicazmente el informe del trágico asesinato.  Al pasar por el costado del escritorio de la sargento Pérez, se detuvo con las piernas medio cruzadas al sonido de “croac”.  Con algo de esfuerzo, en unos diez minutos logró vencer la ventosa que se había creado entre sus muslos, a partir de unas papadas inguinales, humedecidas de transpiración y con la viscosa materia fecal de la mañana que no había tenido tiempo de limpiar, las cuales estaban convertidas en cierta especie de sopapas.  La oficial, que lo socorrió en la tarea del despegue tegumentoso, cayó sin conocimiento más tarde, cuando intentaba desempastar sus manos y percibió de cerca el aroma de la sustancia grasosa que manipulaba.

Tsoreto se dirigió como siempre al lugar de los hechos, para sacar sus propias conclusiones.  Atraído por el sabor olfativo que desprendían algunos pequeños flecos de músculos cadavéricos en putrefacción, nuestro amigo mostró su placa y transpuso la puerta del departamento cuidando todos los detalles.

Ni bien entró, como en las películas, el genio mental del detective descubrió la primera y fundamental pista:

- Malvinas -dijo.  En verdad, cuando observó las pisadas marcadas en los charcos de sangre ya secos sobre el piso, recordó la forma en que eran entrenados los gurcas para arrastrar un cuerpo sin vida tomándolo de los pies; era un paso sigiloso y característico, que pocas personas conocen.  Todo parecía indicar que el atroz delincuente pertenecía al grupo mercenario del país poseedor de la montaña más alta del mundo, Nepal.  Por otra parte, el cuerpo de la mujer se presentaba sin cabeza y parecía haber sido revoleado concéntricamente dentro de la habitación, porque las paredes se hallaban enfranjadas de borbotones de sangre más o menos a la misma altura, que habría escapado del cadáver recién decapitado al revolearlo, por la acción de la fuerza centrífuga.  Tsoreto sufrió extrañamente una arcada espasmódica y, sin lograr controlarla, levantó el escote del uniforme y expectoró el fluido gargajoso que subía por su esófago dentro de su ropa.  Satisfecho, refregose alegre la panza sintiendo como el vómito embolsado por su camisa traspasaba la tela y llegaba a mojarle la mano.

En seguida controló sobre el cadáver lo que indicaban los informes.  En verdad la mujer había fallecido electrocutada por descargas eléctricas intermitentes de alto voltaje.  La corriente de electrones logró ingresar a ella por su dedo índice derecho, según lo indicaba su aspecto repiqueteádamente negruzco.

El cráneo de la hermosa difunta era asido mediante las redondeces de la canilla de agua fría de la cocina.  Pensó entonces Tsoreto que el homicida había desensangrentado sus manos en esa pileta, usando muy probablemente el agua caliente.  Pero como no habían encontrado ninguna huella dactilar en el lugar, el asesino debía haber limpiado allí los guantes que vestían sus macabras manos.  Volteó la vista hacia el calefón y observó que afortunadamente se hallaba encendido en su graduación más elevada.  Unos chorros de agua con esa temperatura bastaban para desprender algunas partículas de una fibra de cuero o algo sintético de lo que pudieran estar hechos los guantes.  Destapó y recogió pues los desechos adheridos a las paredes de la cañería y los mandó a analizar.

Más adelante desenganchó la cabeza y comenzó a absorber con fuerza desde la cavidad del ojo izquierdo que había sido arrancado.  Repentinamente, su lengua palpó un pequeño trozo de metal; y luego otro, y otro...  Así de a pedazos, Tsoreto extrajo las piezas de un aparato que seguramente el asesino hubo introducido dentro del cráneo.  Con algo de esfuerzo los técnicos lograron reconstruirlo: era un Magiclic.

Lamentablemente no se obtuvieron pruebas de los restos que el investigador de la máscara de plata extrajo de la cañería.

Algo desorientado, Tsoreto invitó a todos los técnicos y peritos a comer a su casa para charlar del tema.

No se olfateaban conclusiones muy cerca, hasta que sucedió lo inesperado...

Estaban llegando al postre y una de las tantísimas moscas habitantes de la casa del buen detective se posó en la mermelada de uno de los comensales.  Éste la espantó se un manotazo diciendo con graciosa bronca: -Que ¡Faking mosca!- Tsoreto volcó su copa violentamente e interrogó al policía:

_¿Eres inglés?

_No.  Soy norteamericano nacionalizado argentino.

_¿Qué tan argentino eres?

_Mucho hombre.  Es más, yo actué como voluntario en la guerra de Malvinas- replicó ofendido.

_Fuiste tomado como prisionero, según sé ¿O no?

_Sí, fui el único que sobreviví al ataque de los gurcas a Puerto.

_Y entrenaste con ellos algún tiempo.

_Sí...¿Por qué pregunta?- preguntó con voz algo temblorosa aunque camuflada bajo un timbre grueso y pausado.

Sacó entonces Tsoreto de abajo del mantel que cubría la mesa un Magiclic y lo gatilló repentinamente.

El policía con el que estaba hablando se paró en forma refléjica y atinó a desenfundar su arma.  Tsoreto lo miró profunda y despreciosamente a los ojos y, en segundos, el policía cayó llorando sobre su plato (y se ensució la camisa con mermelada).

_¡Sí fui yo!, ¡Si no podía ser mía no tenía que ser de nadie!.  ¡Me cago en su fantástica investigación Iemepé!- así, gritando entre lágrimas, el oficial asesino empuñó su revolver oscuro y disparó contra Tsoreto que presidía la mesa.  El balazo sólo raspo la brillante máscara del investigador, al momento que otro de los comensales ponía fin a la existencia del homicida perforando su pecho con una calibre 22.

El caso estaba cerrado.  La esposa del comisario había sido electrocutada con los 3000 voltios de un Magiclic que el recién difunto enganchó en su dedo índice derecho y activó repetidas veces hasta matarla.  Lo demás parecía fruto de un ataque de nervios.

El mal ya estaba hecho.  El comisario quedó viudo; mas como siempre, con la energía justiciera que lo caracteriza y que libra las calles día a día de cruentos criminales, el investigador de la máscara de plata, continuó haciendo justicia.