El motor despierta antes que el sol,
su ronquido rompe el silencio de la calle dormida.
Un humo leve se alza,
como si el aire también quisiera salir de viaje.
No hay destino,
solo ganas de moverse,
de sentir el temblor del mundo bajo las ruedas,
de que el viento te golpee la cara
y te recuerde que seguís vivo.
Las luces se apagan detrás,
los ruidos se vuelven eco.
Y en esa línea infinita de asfalto
sos vos, el viento,
y el pulso constante de la libertad.
El casco aprieta,
pero la mente se abre.
Las dudas quedan tiradas en la esquina del miedo,
los problemas, en la vereda del ayer.
El cuerpo se inclina,
la curva se vuelve danza.
Y hay un instante perfecto
donde todo lo que sos se resume
en la vibración del motor y un latido.
No hay reglas,
no hay tiempo.
Solo esa ruta que se alarga como un pensamiento,
solo esa sensación de no pertenecer a ningún lugar,
porque todos los lugares están dentro tuyo.
Y cuando el sol cae,
cuando el viento ya no corta,
sólo queda el eco del viaje,
esa voz interna que dice:
“viviste un poco más”.