I_KENNETH

EL POEMA DESPUÉS DEL TURNO

Hoy volví a trabajar en esa mina.

Esa que me dio de comer.

Esa que me alejó de ti.

Esa que trajo consigo recuerdos de cuando aún éramos una familia,

cuando llamaba para saber cómo estaban.

 

No dormí nada anoche.

Pensé en mil posibilidades,

y solo vi una:

la realidad.

 

Me levanté cansado.

Fue un día como siempre,

cargado de emociones.

Conversaciones graciosas con viejos amigos,

reencuentros con conocidos.

Ese furgón que sigue cambiando,

como cambian las personas.

 

Me cambié en el mismo lugar de siempre.

Me senté en la misma silla.

Las mismas preguntas de la charla.

Las mismas respuestas.

El mismo lugar donde comencé.

 

Solo que esta vez,

con más experiencia,

con más respeto,

con la misma energía,

pero no con la misma mirada.

 

Mis pensamientos divagaban

entre el presente y el pasado.

Contaba las horas hasta el almuerzo.

Las mismas personas,

con otros rostros,

atendían el casino.

 

Como siempre, me senté solo.

Intercambié palabras con un desconocido.

Él buscaba con la vista algo o alguien.

Solo estaba yo.

 

—Está rica la comida —me dijo.

—Sí —le respondí.

 

Comentó que ayer había venido también,

y habían dado empanadas.

Lo miré con envidia.

Sonreímos.

 

Las personas a nuestro alrededor

se fueron yendo, una a una,

como un goteo que vacía un vaso.

 

Finalmente, se colocó los lentes,

me miró, y con un “permiso, adiós”, se fue.

 

Esperé unos minutos.

Respiré.

Y también me fui.

 

Seguía el turno.

Subí y bajé un sinfín de peldaños.

Pensé en Bruno.

Pensé en mí.

 

Las horas pasaron.

Por distraído, olvidé mi bolso en la oficina.

Antes lo dejaba en el camarín,

pero ahora ya no hay espacio para mí ahí.

 

En un abrir y cerrar de ojos

ya estaba cambiándome,

lavándome la cara,

limpiándome el cuerpo.

 

Otra conversación amable,

esta vez en el baño,

con un desconocido.

Todo igual,

como si nada hubiera cambiado…

y, sin embargo, todo distinto.

 

Me subí al furgón y lloré.

Ya no habría nadie esperándome con la once,

solo un silencioso departamento.

 

El viaje fue largo.

Mis pensamientos se aprovecharon de eso.

Inventaron historias que nunca pasarán,

momentos que no llegarán,

caricias que ya no serán.

 

El desierto afuera no ayudaba.

Todo árido, seco, sin vida.

 

Bajé del furgón con una sonrisa,

pero detrás se escondía un sufrimiento que no se habla,

una cicatriz que aún duele,

una depresión que no termina de sanar.

 

Caminé dos cuadras hasta mi departamento.

Me sirvieron para pensar otra vez,

esta vez en la llamada que haría a Bruno.

 

Llegué.

Lo llamé.

Conversamos.

 

Fue el mejor momento del día.

No porque dependa de él,

sino porque entendí

que todo estaba donde debía estar:

 

Yo,

solo en mi departamento.

Con mi paz.

Mi espacio.

Mi pan con queso y salame.

Mi mente.

Mi lápiz.

Mi hoja en blanco.

Y mi tiempo.

 

Logré escribir un poema.

Este poema.