La sombrilla me asombró,
esa, la que estaba detrás tuya
—se dice, de ti—, y casi arranca
da de los vientos, yéndose iner
te hacia la masa de agua, al lado,
como aledaña, vecina en una mu
chedumbre de ellas, en una costa
levantina, cerca de una población
populosa, de madrileños abarrota
da, de domingueros con tortilla y
sandía, y la sombrilla era estrafa
laria, daba el cante entre tanta jun
ta como si fuera Camarón; fea no,
lo siguiente...
El viento daba fuerte, el día solea
do, de un sol picante como granos
de arena que acabaran en punta,
y la gana de bañarse ninguna, los
naipes para entretener la caída de la
tarde, unos cubatas para mojar los ca
cahuetes y otros frutos secos, risotadas
entreveradas entre algún que otro lan
ce, un arrastro en copas, algún que otro
me cago en los muertos se escapaba de
entre alguna que otra boca, frustrada,
como notariando la escasa pericia de al
guno que otro, y yo, pequeño todavía, es
pectador de excepción, en primera fila de
una película de época, no acababa de ente
nder algún que otro lance del juego, algun
a que otra expresión del elenco de ellas que
al aire y en el aire se acumulaban, y mi her
mana, cómplice de mi perplejidad, me adv
ertía del vuelo de la sombrilla, estrafalaria,
fea no, lo siguiente, y la carrera del propiet
ario en pos de ella todo un poema.
Me asombró sí, su colorido como de merca
dillo barato, como robada de un montón
de ellas en unas rebajas, y salió volando, a
lejándose de una muchedumbre que la ator
mentaba —quiero entender—, y que, aún a
costa de su vida, decidió hundirse en el agua,
dejarse ahogar; y es que no superó una claus
trofobia no, persistiendo, bien curada antaño,
cuando aún pequeña, en Cádiz, por mor de un
mal levante, en Conil, una tarde...