Perdimos los retratos primero,
esas caras quietas que nunca aprendieron a envejecer.
El fuego las lamió con ternura,
como si reconociera en cada sonrisa una traición,
una promesa que no cumplimos.
Perdimos los libros después,
las palabras se alzaron en columnas de humo,
buscando otra boca donde volver a nacer.
El alfabeto ardió sin gritos,
se volvió ceniza que todavía sabe deletrear
los nombres de los que no volvieron.
Perdimos las manos que se buscaban en la oscuridad,
porque el calor nos hizo creer que estábamos juntos,
pero solo compartíamos el mismo incendio.
Perdimos la piel, la costumbre del abrazo,
la calma que sigue al perdón.
Perdimos el miedo,
y eso, lo confieso, fue lo más peligroso.
Cuando una aprende a no temblar ante el fuego,
empieza a confundir la luz con la destrucción.
Entonces seguimos encendiendo,
seguimos quemando,
seguimos creyendo que del humo puede salir una forma nueva del amor.
El fuego eterno no se apaga,
solo cambia de cuerpo:
a veces es palabra,
a veces es silencio,
a veces somos nosotras mismas,
ardiendo en los ojos de quien nos recuerda.
Perdimos mucho, sí,
pero en las brasas también hallamos algo:
la certeza de que todo lo que arde deja una sombra,
y en esa sombra
todavía respiramos.