EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
Bizcochos
-Ven a merendar Pablito.
-Ahora voy mami.
La tetera humeante acompañaba al dulce de higos. Unos platitos de porcelana blanca y la bandeja repleta de bizcochos. Muchas ganas de comer viendo la tarde lluviosa; la etiqueta del saquito que pendía desde allí, donde apoyaba la tapa y montones de libros para clase.
Pablito terminó de acomodarse el guardapolvo y entró al comedor. Iba a la escuela de noche; dormía hasta las ocho, se bañaba al levantarse, hacía la tarea, almorzaba, visitaba los aparatos del gimnasio que le hinchaban los músculos, allí volvía a ducharse, regresaba a casa, merendaba y así seguía su historia.
Esa tarde estaba hambriento; las rutinas con peso lo exigían en extremo y necesitaba alimento. Así que bebió dos tazas de la dulce infusión caliente. Entre trago y trago metía tres o cuatro bizcochitos. Los preparaba su madre con una receta de la abuela. La abuela a su vez la había aprendido de su mamá y el rastro se perdía entonces; pero se trataba de un formulación realmente antigua.
Siempre pasaba lo mismo, de alguna u otra manera. Como en días ulteriores, Pablito tenía sensación de dejabou, aunque solía prestarle poca atención.
-Chau ma. Vuelvo a las once- se despidió con un cariñoso beso y partió. El colegio distaba siete cuadras. Cuando estaba por llegar notó que le faltaba la carpeta de biología. “Me olvidé la carpeta” sonaba cursi. Pensando una excusa convincente para no entregar el informe de laboratorio que tenía dentro de ella, Pablito se vio frente a frente con el frío y duro paragolpes del colectivo sesenta y cinco.
Observó las señas desairadas del conductor y bajo la agudeza del chillido frenante fue atropellado.
Un compañero que pasaba presenció la escena trágica. Recuperándose del impacto visual que lo había inmovilizado, corrió hacia el cuerpo tendido de Pablito.
-¡Pablo! ¡Pablo! ¿Estás bien?
Pablito no respondía.
Sin saber bien qué hacer, el amigo se desesperó y empezó a gritar pidiendo una ambulancia, que llegó después de diez minutos.
En el hospital no pudieron revivirlo. Durante la autopsia hallaron los bizcochos sin casi digerir enjugados dentro del estómago. Se veían como papilla, pero los forenses podían reconocerlos.
Pablito mientras tanto viajaba por una especie de sendero estrellado hacia las puertas del Cielo. Lo recibió San Pedro, con espesa barba blanca y un llavero tumultuoso atado al cinto.
-Soy san Pedro; tal como me imaginabas ¿no?
-Pues sí, ya lo creo- aseguró Pablito que iba dándose cuenta de dónde estaba.
-Te espera Dios- siguió Pedro. –Quiere hablar contigo antes de que entres al Paraíso.
Poniéndole la mano sobre el hombro lo condujo paternalmente hasta Dios. Este echaba argamasa entre ladrillos valiéndose de una cuchara plana. Cada vez que apilaba uno nuevo, la construcción se notaba más grande.
-Buen día Pablo- le refirió.
Con tranquilidad Pablito respondió: -Hola Dios. Siempre he creído en ti. No sabía cómo eras; te imaginé transparente e inmenso, barbudo como San Pedro y luminoso también, pero nunca se me hubiera ocurrido verte vestido de albañil.
-¿Por qué no?
A partir de esa pregunta Pablito acababa de entender enormidades. Más que pregunta parecía respuesta. De alguna forma Dios conseguía decirle miles de cosas en muy pocas palabras.
Ingresó a lo que llamaban “El Paraíso”. Era bello y había mucho para hacer. Estuvo charlando con almas que en la Tierra habían sido sus parientes y con otras más.
Mientras tanto en el planeta los familiares lloraban angustiados en el velatorio. Cadavérico y rodeado de flores el cuerpo reposaba sobre satén.
Pablito, pese a que no había imaginado que una vez fallecido siguiera sintiendo necesidad de ir al baño, estaba sentado en el inodoro del Cielo. Los labios juntos y hacia un lado eran parte de la fuerza. Liberó su intestino cósmico, apretó el botón y fue a dormir.
A la maña siguiente, durante el desayuno pidió le convidaran bizcochos como los de su madre. La nostalgia de aquella querencia atormentábalo.
Estaban ricos. El sabor y la textura resultaban idénticos.
Pablito se levantó de la mesa y abrazó a la mamá despidiéndose para ir a la escuela. Limpió sus dedos pegoteados con el dulce de higo y volvió a notar la sensación de dejabou.
-Adiós Pablito.
-Chau ma.
Pablito asistía al colegio de noche. Por la tarde reforzaba su físico en el gimnasio de la esquina. Se bañaba, merendaba y salía para estudiar. Estaba en tercer año.
Sobraba la campera así que la ató a su cintura. No sabía por qué había terminado llevándola si el cielo soleado indicaba lo contrario.
El timbre para reunirse estaba sonando cuando subía las escaleras. Iba a pasar la puerta cuando vio una jovencita que le llamaba especialmente la atención. Era de cuarto pero no importaba. Si mal no recordaba se llamaba Laura. Media falta por llegar después del timbre era mil veces mejor que una falta entera al amor que estaba sintiendo en ese instante.
Pablito bajó los escalones y corrió latiendo fuerte a su encuentro.
Laura venía por la plaza. Sabía que llegaba tarde pero no podía correr por el peso de la mochila.
Su enamorado de tercer año sí corría y no sentía ningún peso –aunque tenía la mochila más cargada aún.
Pero no pudo llegar a ella. Cuando cruzaba la avenida, sin percatarse del cambio de semáforo quedó en medio de los vehículos que iban y venían. Un camión con acoplado lo enganchó por la espalda, donde los libros y carpetas le sobresalían y el impulso lo envió directamente bajo los neumáticos de la mano contraria.
Un bólido plateado y luego otro que trató de detenerse lo destrozaron...
Laura le hacía respiración artificial cuando se presentó la ambulancia. Los paramédicos tomaron la posta y luego lo hicieron los tubos en quirófano.
Pablito estaba muy dañado. Los huesos astillados habíanle roto cada tejido y no resistió mucho con vida.
Laura lloraba –aunque casi no lo había conocido. Junto a ella sollozaba desconsolada la madre del difunto abrazada al papá.
En el Cielo, Pablito se encontraba con Dios al final de un largo túnel de anillos concéntricos amarillos, rojos y negros. Charlando con él, se enteraba de cómo había nacido hacía quince años terrícolas y preparaba su próximo existir como gas de una nebulosa alejadísima.
Prefieres ser hidrógeno... tal vez helio...
La decisión parecía sin importancia pero lo signaría por varios millones de años, aunque como gas se le pasarían rápido.
Antes de partir, Pablito orinó en los mingitorios celestiales y comió unos bizcochos de manteca. Llevaban canela, apio y trocitos de maní. Su tátara abuela, que ahora residía en el Giúndaro había inventado la receta.
El Giúndaro era algo diferente. Así con existía un único Universo, también existía un único Giúndaro.
Pablito se sacudió los dedos de miguitas.
-Abrígate- acotó como siempre la mamá.
Ese latiguillo lo usaba de día y de noche; en verano e invierno; lloviese, hubiera viento o reinase la más clama primavera. Era casi como una frase de despedida. La señora había cambiado el “adiós” típico por “abrígate”.
Pablito se calzó lo verde del buzo regalado por sus primos de España. Aún seguía con aroma a apresto.
Para el camino hasta la escuela se llevó unos bizcochos más. El sabor a tarde mágica los transformaba en sus preferidos y hoy se había peleado con el profesor del gimnasio, así que necesitaba olvidar para poder concentrarse después en el estudio.
Quizás excusa, quizá verdad, Pablito masticaba los bizcochos.
Tan mala fortuna tenía ese día que le ocurrió lo peor. Cuando transitaba junto al cordón, había pisado las bocas de respiración del subte. Unos tornillos oxidados y flojos dejaron de lado su piedad, y observaron a Pablito mientras lo tragaba la tierra.
Cayó de cola. Eran como seis metros. Se lastimó bastante pero resistía. El fin último lo pintaron las ruedas aceradas del tren subterráneo...
Cuando los bomberos recogieron de la vía los trozos desmembrados, reconocieron algunos.
-Esto era el estómago- citó bajo la mascarilla protectora uno de los que tenía encargada la desagradable tarea. –Parece que recién había comido bizcochitos. ¡Pobre pibe!
Pablito notó como los oficiales juntaban sus restos y, ni arriba ni abajo, tampoco a la misma altura del piso, oyó una claridad inmensa que lo abarcaba. Pronto estaba con Dios. Se unía de nuevo al gran espíritu padre.
Horas después, en el inmenso inodoro divino Dios descubrió sus nalgas gigantescas. Algo descompuesto, intercalaba flatulencias con chorritos marrón claros. El aroma eucatólico bordeaba las estrellas.
Lavóse las manos, abandonó el baño y Dios tomó asiento frente a un plato volador repleto de bizcochos preparados por la tátara abuela de Pablito. Ingirió uno. El bizcocho aparecía nítidamente en su panza, porque el Señor era todo transparente, como inmensa agua viva de espíritu.
-Voy a salir- dijo, y Pablito saludó a la mamá.
-Dejabou- pronunció ésta, con la fuerte sensación de que aquello lo había vivido en otra ocasión.
-¿Qué significa eso?- preguntó su hijo.
-Es que me pareció que ya había visto lo que estábamos haciendo antes. Dejabou es un término francés que significa eso, según creo- le aclaró.
-¿Qué fue exactamente lo que te parece repetido?- continuó Pablito que tenía idéntica impresión.
-Nosotros merendando; vos comiendo los bizcochos uno tras otro, la tetera, la puerta que se abría... No sé, eso pasa realmente todos los días de semana, no debería extrañarme- la mamá entendía que lo nombrado constituía una ruina común y por lo tanto empezaba a desechar su pseudohipótesis dejabouística.
-Es cierto- sonrió Pablito. –Debe ser la rutina.- Besó a la mamá y partió apurado hacia el colegio. Esa mañana no podía llegar tarde porque tenían prueba en la primera hora.
Si terminaba quinto año como venía, seguramente le dieran la beca para seguir estudiando en la Universidad.
Caminando junto con Ernesto, su compañero de banco, analizaban el futuro.
-No estoy muy seguro, pero tengo bastantes ganas de hacer algo relacionado con el arte- decía Ernesto.
-A mí me pasa lo mismo- asentía Pablo. –El arte me gusta mucho pero creo que voy a seguir de cocinero. Eso no se estudia por acá, y tampoco en la Universidad creo, igual me servirá lo que me den de beca si la gano.
Terminaba de decir esto y Pablito se percató de que Ernesto no estaba a su lado. Vio hacia atrás. Unos tres jóvenes armados lo apuntaban. El amigo se vaciaba los bolsillos y empezaba a desabrocharse el pantalón.
Pablito dudó sobre qué hacer, pero decidió al menos acompañar a Ernesto en su mala suerte.
-¡Qué hacen!- gritó.
Uno de los malhechores, que funcionaba de campana en la vereda de enfrente, arrancó su corpulenta motocicleta, y en un abrir y cerrar de ojos lo atropelló con violencia.
Pablito volaba por los aires y terminaba cayendo de punta. Justo con la cabeza contra las impenetrables baldosas.
Ernesto en calzones trataba de revivir a su amigo. La gente los miraba y en veinte largos minutos apareció una ambulancia.
En subsuelo del nosocomio guardaban el cuerpo completo del joven. Tenía bizcochos en el bolsillo que retiraron encerrándolos en una bolsita, junto con los documentos y las llaves.
La angustiosa escena del llamado telefónico fatal, el desmayo del padre y la inundación llorada por la mamá dieron paso a los arreglos con la cochería y el velatorio. La televisión se hizo eco del crimen y pronto capturaron a dos de los cuatro delincuentes.
-Bienvenido- lo saludaron.
Pablito llegaba trotando hasta allí, donde la pista de carreras marcaba “partida”. Un señor con bandera verde tomada por su pequeño mástil y el paño mismo, aguardaba a que estuvieran todos.
-¡Ya!- gritó flameando el emblema de arriba a abajo.
Pablo empezó a correr. Otros que no conocía avanzaban a su lado. Algunos más adelante y otros más atrás. Varios parecían extrañados, aunque no todos.
De repente despertó. Un anciano de cabellera blanca creciendo de su pera le acariciaba la frente.
-Despierta... Si quieres llegar primero debes correr más rápido aún. Sé que puedes hacerlo. Dios me encargó cuidarte diecisiete años atrás. Ven ahora conmigo al baño del Cielo, que he logrado convencer a otro guardián para que nos diera una mano- Pablito oía aturdido los comentarios de ese señor.
Se levantó de la cama y caminó por las nubes hasta un cuarto algo gris. Allí había una especie de asiento algodonoso que sabía era el inodoro.
-Debes expulsar el excremento con la mayor fuerza posible. Si su energía alcanza, podré dirigirlo hacia un conocido que puede ayudarte- sentenció otro viejo custodio que se había acercado al baño.
-Los presento- intercaló el guardián de Pablo. –Él es Pablito y el es el ángel de la guarda del Investigador de la Máscara de Plata.
-¡Eeerp! Mucho gusto- lo saludó. Pablo extendió también su mano y la estrechó levantándose algo de donde estaba sentado.
-No te desconcentres- continuó el custodio de Iemepé. –Debes intentar juntar todos tus gases tras la materia fecal y luego lanzarla...
Pablito así lo hizo y en la Tierra Tsoreto fue golpeado por un avioncito de papel. No por una caca; por un avión.
Lo levantó del piso y leyó la dirección de la casa de Pablito.
Allí se dirigió pedaleando su bicicleta metalizada con foquito.
-Disculpe señora, soy la policía- Tsoreto se sentía a veces tan amplio que abarcaba en sí a toda la fuerza.
-Pase... ¿Qué necesita?- la madre de Pablo no percibía el olor del detective. Esa era la primera y fundamental pista que le indicó a Tsoreto la presencia de algo fuera de lo normal. Recordó a Jean Paul allá en París, pero esto tenía otro tinte.
-Estoy investigando algo. No puedo aclararle qué, porque aún debe ser mantenido en secreto. Permítame por favor revisar algunas cosas- rogó imperante.
A la señora no se le cruzó por la mente solicitar una orden del juez y afortunadamente sin oponer resistencia alguna permitió a Iemepé corroborar sospechas en su domicilio.
La mesa aún no estaba levantada. Una tetera semidestapada, dos espátulas para untar dulce de leche y margarina, unas tostadas a medio comer, migas, más migas y bizcochos en una lata completaban la población del mantel.
Tsoreto creyó ver una especie de brillo, como el tornasol del aceite sobre agua en las aceras, que salía de los bizcochos. Asió unos cuantos y estuvo olfateándolos.
-¿Son caseros?- preguntó.
La mujer ya no estaba. De repente sonó el timbre. El policía abrió y la misma señora llegó ataviada para oficina volviendo de un día entero de trabajo.
-Pablito ¿Cómo te fue en la escuela?- le dijo.
Iemepé tenía claro que él no se llamaba Pablito. Se llamaba Tsoreto y quiso aclararlo, mas creyó conveniente seguirle la corriente.
La mujer dejó su maletín sobre la mesa y trajo una bandeja con bizcochos a la mesita del living. Muy confusamente, lo que recién acababa de observar sobre el redondel con patas que servía de mesa, estaba desaparecido. En su lugar una mesita ratona cuadrada se hallaba rodeada por almohadones de un estilo oriental.
En ese sitio acomodó los bizcochos y sirviole tremendo vaso de leche chocolatada.
Tsoreto se sentó. La tentación por los bizcochos era cada vez mayor. Observándolos con cuidado captó otra diferencia fundamental: la mayoría de los ovalados manjares carecían de reflejo, de ese especial reflejo entre azul e incoloro. Una única galleta ladeada contra un costado poseía esa imagen.
Cuidando evitarla devoró todos los bizcochos, estuvo charlando con su supuesta progenitora y se enteró de detalles sobre la vida que llevaba cada integrante de la familia.
Al final quedó sólo aquel bizcocho. Entre dos tenedores lo levantó cuando la madre volvió a la cocina y empezó a observarlo desde cerca.
Dentro parecía ser infinito...
...
Sobre la nube, los ángeles de la guarda explicaban a Pablito que justo en la Tierra habían encontrado uno de los pocos vórtices entre realidades. Ese punto de contacto relacionaba específicamente al Universo y al Giúndaro, y tenía la forma de un bizcocho.
Si lo seguía comiendo y comiendo, nunca acabaría su accidente. El guardián de Pablo aclaró que aquello venía repitiéndose desde hacía treinta y dos momentos absolutos (¿?).
Ahora con Tsoreto en medio, esperaban acabase la tortura. Y así fue.
El detective presintió que debía lanzar hacia arriba ese bizcocho. Salió a la calle y lo hizo.
Cuando bajaba. Con el revólver le ensartó un disparo certero. La galleta no se rompió. En efecto fue repelida por el impacto más allá de las nubes.
El ángel de la guarda de Iemepé mismo vio que el bizcocho venía, estiró su largo brazo de la ley y atrapolo.
-¡Lo tengo!- festejó. –Ahora irá a su sitio, junto con el resto de vórtices.
-Qué es un vórtice- inquirió Pablo.
Los guardianes le explicaron ya más tranquilos. Pablito no volvería a la Tierra. Allí abajo se veía cómo Tsoreto golpeaba la puerta de su casa y encontraba a la madre llorando... Acababa de recibir la terrible noticia de que su hijo había sido atropellado antes de llegar al colegio y perdido la vida en el hospital. Un profesor lo hubo trasladado en su auto para no esperar a la ambulancia, pero todos los esfuerzos habían sido inútiles.
El chofer del camión que había pisado al muchacho acompañaba al profesor en el hospital. Su congoja por lo ocurrido era tal que sintió no poder trabajar más en aquella empresa de distribución de... bizcochos.
Iemepé acompañó a los padres del joven. Por algún motivo la dirección en aquel avioncito de papel lo acababa de relacionar con el doloroso caso. No lo sabía, pero poco importaba.
Tsoreto se encargó de encaminar la terapia psicológica y después se metió en otro de sus apasionantes casos, porque el Investigador de la Máscara de Plata, quería seguir haciendo justicia.