La isla no era tierra, sino un gesto geológico,
un suspiro de basalto anclado en el turquesa,
tamaño el límite perfecto del sosiego lógico,
el horizonte era más certeza y menos promesa.
El aire a tomillo seco y a incienso marítimo,
un bálsamo de Mirtos y salitre viejo,
bajo el sol, la cal de las paredes, un epítimo
que sólo entendían los lagartos de reflejo.
No existía el gris, solo el azul eléctrico
del agua que lamía la orilla de guijarro,
ocre de caminos del ermitaño excéntrico,
bajo cielo sin mancha, un techo a bocajarro.
La prisa, un mito que no llegaba al puerto,
una simple sinfonía, arrullo de olas,
zumbido de abejas sobre el romero abierto,
el grave silencio que llenaba las horas solas.
La primera biblioteca, el mar, la más antigua,
donde la luz de la mañana escribía en áureo efímero
y las noches, generosas y densas, traían una antigua
espiral, polvo de estrellas que abolía todo número.
Era el hogar temporal de aquel derroche descarado
la vasija de barro que guardó el año de la pausa,
la pequeña isla mediterránea, sin nombre ni grado
se hizo un tatuaje de luz en la memoria, reclusa