HARWIN STRONG

El hijo que nunca se fue (relectura del hijo prĂ³digo)

Había un hombre con dos hijos.
El menor ardía de impaciencia: quería ver mundo, quería probar la promesa dorada del deseo.

Pidió su herencia antes del tiempo, como quien arranca un fruto aún verde.

El padre, vencido por el amor, se la dio.

El hijo menor partió bajo un cielo limpio, dejando tras de sí el polvo del camino y el silencio del que se queda mirando.

El hijo mayor no partió.
Se quedó en la casa, entre los surcos de la tierra, donde la vida crece despacio.

Trabajaba con manos fieles, con un corazón que no pedía.

Cada amanecer era igual, pero en su monotonía había ternura. Su obediencia no era servilismo: era raíz.

El padre lo miraba con un afecto sin brillo, un amor que no se pronuncia.

En sus ojos, el recuerdo del hijo ausente pesaba más que la presencia del que permanecía.

Pasaron los años.
Y un día, al caer la tarde, apareció en el camino una sombra conocida.

El pródigo regresaba: deshecho, cubierto de polvo, pero aún con ese resplandor que convierte el remordimiento en espectáculo.

El padre corrió hacia él.
Lo abrazó con júbilo sin medida, como si el retorno borrara la ausencia.

Mandó traer el manto más fino, el anillo más bello, el mejor ternero.

La casa se llenó de vino, de música, de risas.

El hijo fiel, desde los campos, oyó la fiesta. El rumor del júbilo llegaba como una ofensa dulce.

Preguntó qué ocurría, y un criado le respondió:
—Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha hecho matar el becerro para celebrar su regreso.

Entonces el hijo fiel se detuvo.
Miró las luces que temblaban en la casa, el humo de la carne asándose, la alegría que no lo nombraba.

Sintió el cansancio antiguo de quien da sin ser visto.

Entró.
En el umbral vio a su padre abrazando al hijo que se había ido.
El pródigo reía, deslumbrante, con la facilidad del que siempre será perdonado.

—Padre —dijo el hijo fiel—, hace tantos años que te sirvo...

Nunca desobedecí tu palabra, y jamás me diste ni un cabrito para alegrarme con mis amigos.

El padre lo miró con ternura distraída.
—Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero era preciso alegrarse: tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida.

El hijo fiel calló.
Sintió que esas palabras lo dejaban fuera del círculo de la luz.

Entendió, con una claridad amarga, que su amor era demasiado silencioso para conmover.

Que su constancia no brillaba, que su fidelidad no provocaba aceptación ni fiesta.

Que el padre amaba más el fuego del arrepentimiento que la llama constante de la lealtad.

Entonces salió.
Abandonó la casa sin mirar atrás. La música seguía.

La noche era ancha, y el campo lo esperaba con su aliento de polvo y de trigo.

Caminó hasta donde la tierra se confunde con el cielo.

El viento le golpeó el rostro, y en ese soplo sintió una soledad antigua, sin nombre, como si el mundo se vaciara de sentido...

Detrás de él, el padre reía, embriagado por la voz del hijo pródigo.

Nadie notó la ausencia del que nunca se fue.

Y cuando la fiesta terminó, el hijo fiel ya no estaba.
No hubo gritos ni búsquedas. Solo el silencio, ese silencio que deja la fidelidad cuando muere de olvido.

El padre, que había hallado al hijo perdido, no comprendió que el verdadero extravío fue perder al que lo sostuvo todo.

Y el hijo fiel, en su marcha sin retorno, se llevó consigo una última sensación:
hay corazones que se rompen no por el abandono, sino por la costumbre...