Silencio…
palabra sin sonido,
espacio donde el eco descansa,
donde el tiempo se detiene
y el alma se despoja del ruido del mundo.
Allí, donde no llegan las voces ni las prisas,
donde la brisa se escucha a sí misma,
nace la raíz de lo eterno.
Silencio:
tierra fértil de pensamientos,
refugio de los sueños que temen la luz,
templo sin altares donde todo se comprende.
En ti se disuelven las máscaras,
se apagan los relojes,
y hasta la sombra se vuelve blanda,
como si quisiera descansar también.
Calla el río,
calla el viento,
calla el hombre que busca respuestas;
y en ese callar, las respuestas llegan,
no como voz, sino como certeza.
El silencio no es vacío:
es un mar invisible
donde flotan las palabras no dichas,
los abrazos que no dimos,
las lágrimas que nunca fueron vistas.
Cuando cierro los ojos
y dejo que el silencio me cubra,
siento cómo se disuelven mis bordes,
cómo dejo de ser un cuerpo
y me convierto en una presencia,
una chispa suspendida
en el corazón inmenso del todo.
En el silencio,
el universo habla con su respiración:
los astros murmuran sus secretos,
la tierra late bajo la piel del tiempo,
y la vida, en su sencillez, se confiesa.
Hay silencios que pesan
como la piedra del duelo,
y hay silencios que elevan,
ligeros como la esperanza.
Hay silencios que duermen en la memoria,
y otros que despiertan en la mirada de quien comprende.
A veces, el silencio es un abismo;
otras, es un puente.
Depende de lo que llevemos dentro
cuando entramos en él.
Y cuando al fin nos entregamos,
cuando dejamos que el silencio hable por nosotros,
descubrimos que no hay soledad en su fondo,
sino una presencia inmensa,
una voz sin voz que dice:
“Eres parte de todo.”
Entonces ya no tememos al silencio,
porque comprendemos que somos su eco,
su reflejo,
su latido más profundo.