Gustavo Affranchino

Tsoreto 7 - Sospecha clave


EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...

Sospecha clave

 

Trastabillaba el día en una tarde lluviosa y fresca, embebida de un neblinesco gris otoñal a orillas del refugio de Tsoreto.  Sí, la niebla brotaba como aliento, desde el interior de la casa del gran justiciero.  Encerrado en su laboratorio a la manera de un alquimista medieval, el investigador de la máscara de plata yacía día y noche experimentando sin cesar, hasta encontrar la forma de despegarse los dedos del pie derecho, que así entumecidos y encostrados bajo una cúpula de desechos orgánicos e insapónicos al máximo, entorpecían el andar del buen inspector.  Al fin, debió resignarse a disolver esa oscura valva mediante agua regia, y perder así superficiales partes de su pie, que ahora desnudo y vivaracho, gemían sus huesos en llanto cadavérico.

Feliz, Tsoreto volvió a galopar por las calles, escupiendo sonidos salivosos de sus dobleces, en busca de irregularidades criminales.

De repente, proveniente de una vieja mansión de muros ya resquebrajados, se escuchó alguna extraña y leve risa macabra, expelida, al parecer, por dos pulmones cansados y ancianos, en grotesca frecuencia sarcástica.  Se estremeció entonces el amorfo corazón del policía, y su agudo olfato se inyectó sigiloso al encuentro del misterio.

Habiendo transpuesto el enmohecido portal, se dejaba oír un tenaz burbujeo.  De a pasos silenciosos, invisibles, Tsoreto fue arrimándose al foco del supuesto crimen; más allá del hilo de luz, descosido en una hendija lateral de un portón impenetrable, se observaba a una viejecilla, aparentemente indefensa, revolviendo musculosamente el jugo del negro caldero que tenía ante sí.

Cuando la mujer tornó 70º su tez hacia donde se oculta el Sol, descubrió en penumbras su nariz angulosa, tenébrica, escabrosa, recortada cual temible acantilado.  Tsoreto espiaba.  Del mentón de la encorvada anciana, se precipitó gelatinosamente un fino tendón de saliva, que culminó en un ovillo de flemas, rompiendo la continuidad del delgado filamento.  El choque del gargajo contra los leños prendidos bajo la olla, encendió otra carcajada sarcástica y una tensa flatulencia, precediendo a suspiros de alivio cuando finalizó la expulsión.

_¡Qué sangriento estás! -murmuró la sospechosa, mientras perfilaba una gran cuchilla ante su frente, que muy pronto abalanzaría hacia la víctima.  El corte se oyó veloz, y el investigador de la máscara de plata empezó a patear la puerta con rudeza, a la voz de ¡Abra; policía!.  La vieja ni se inmutó, como si fuera sorda, y continuaba realizando sus brujerías.  Un terrible lamento que casi se confundía con el silbido de una pava hirviente, irrumpió dentro de la sala.  Tsoreto percibió el vomitivo aroma de un eructo de estómago y, cubriéndose con un pañuelo, encendió su wokitoky para pedir refuerzos: _Llamando a todas las unidades, habla el agente Iemepé, tengo un 63-2 en Ansilta al 327, solicito refuerzos.

_10-4 -respondió el comando central, y las unidades se pusieron en marcha.

El problema fue que, cuando Tsoreto habló a través de su pañuelo, sus palabras se oyeron confusas por el transmisor, y la telefonista de central, temió decirle al investigador de la máscara de plata que no había entendido su mensaje, por el gran prestigio y la fama que éste poseía.  Como consecuencia de esto, los demás agentes fueron mal informados, y cada quien cumplió con la clave que a él se le informó.  Algunos acudieron preparados a contener un incendio, otros para repeler un ataque extraterrestre y unos pocos para contrarrestar un asalto con rehenes.

Fue entonces que cuando las patrullas llegaron al lugar de los hechos, ayudaron a Tsoreto a derrumbar la puerta y, al entrar la luz en la habitación, la mujer se volteó rápidamente.

Al ver encandilada a decenas de efectivos apuntándola con ametralladoras, láseres y mangueras, los pelos de la anciana se erizaron eléctricamente y de inmediato cayó fulminada de un síncope cardíaco.

Raudamente se abalanzaron sobre ella y descubrieron que en el caldero a presión que estaba todavía silbando, se estaba cocinando un suculento guiso de mondongo, y no había ningún crimen.

Falsa alarma, dijeron, y se retiraron todas las unidades.  Menos Tsoreto; que luego de salir, cerró nuevamente la puerta y se quedó largo rato espiando por la hendija de ésta.

Pasó una hora, y el supuesto cadáver de la viejita, que se había dejado en su sitio para los reconocimientos periciales, comenzó a moverse.  Se levantó con algo de trabajo y miró ansiosa dentro del caldero ya frío.  Soplaron entonces vientos de justicia, y Tsoreto, abrió el portal repitiendo el grito de ¡Alto!; el putrefacto ser giró velozmente intentando lanzar su cuchillo contra el policía, pero éste, ultrarrefléjico, disparó y puso fin a la existencia del más macabro asesino de todos los siglos; sí, Mondonguete Yein, alias “El Sapo”.  Tsoreto destapó otra vez el caldero, removió con algo de estupor su fondo, y enganchó con dos de sus seis dedos, una cosa blanda y pesada.  Al sacarla a flote, confirmó sus sospechas viendo que había introducido sus dedos en el esfínter pilórico de un estómago dado vuelta (con la parte de adentro hacia afuera), que se encontraba embolsando una cabeza cortada por su base, medusienta de tanto hervir, agarrada al estómago (que le pertenecía) a través del hueco faríngeo y anudado con el músculo lingual.  Era el típico crimen.  Y era la cabeza del desaparecido presidente.

Aunque había en su interior trozos de cuerpo humano, el tibio guiso olía muy bien, y Tsoreto aprovechó para saciar el hambre que le habían producido tantos días de laboratorio.  Se sirvió un plato repleto y sentose a la mesa observando al difunto criminal.

Pero... Mondonguete, comenzó a moverse.  Levantó la cabeza como un feto de mandril, y al ver al investigador bebiendo el jugo que había quedado en su plato, y ver que el jugo era de su mortuorio guisado, no soportó una cascada de calambres náusicos que se derramó en su herido interior, y cruelmente, expectoró y expectoró, hasta que por fin devolvió por sus fauces, como un alarido de destrozo cárnico, sus propias entrañas.  Su esófago.  “Su estómago”.  Y cayó definitivamente muerto.  Entonces Tsoreto, extirpó el mismo estómago del sarcástico asesino de estómagos-bolsa (ya fuera del cadáver), lo lamió, lo firmó, y lo llevó ante el juez como prueba definitiva de que, el terrible asesino, no azotaría más la faz de esta Tierra.

Cerrado el caso y vuelta a las calles ciudadanas, el Investigador de la Máscara de Plata, continuó haciendo justicia.