Llegaste como una palabra que aún no existía,
y el viento se hizo música para pronunciarte.
La noche se dobló en tu portón,
y el silencio empezó a tener tu forma.
Inventaste un color que no conocía el día,
y mis manos aprendieron su idioma.
Todo lo quieto comenzó a girar,
como si tu paso fuera un nuevo mundo.
Somos distintos, quizá,
tú eres relámpago, yo constelación tardía,
pero en el punto donde choca nuestra luz
nace la geometría del asombro.
Tu voz abre los relojes
y los deja sangrar minutos de oro;
yo recojo esas gotas y dibujo tu nombre
en el muro donde se apoya la eternidad.
No hay lógica en quererte:
eres el eclipse que decide quedarse,
la raíz que crece hacia el cielo,
la flor que se abre en medio del desierto.
Y yo, aprendiz de tus tormentas,
camino entre tus símbolos como un dios ciego,
inventando el amor cada vez
que respiras cerca del fuego.
Porque no viniste a mi vida:
mi vida nació cuando llegaste.
Desde entonces, el universo
se pliega en tu sombra y arde.