Camino solo entre personas que apenas conocen mi nombre.
Cada tarde, el ruido de las máquinas y la gente se mezclan en un mismo murmullo.
Como si el aire tuviera dientes y masticara nuestras horas sin prisa.
El tiempo aquí no avanza, se repite,
se desgasta como nuestros cuerpos,
como si también él trabajara a turnos.
A veces creo que la nave nos observa.
Que las luces parpadean para tomar notas y se retuercen con la forma de nuestros pasos.
Que la cinta transportadora es un río sintético que nunca desemboca en ninguna parte.
Que nosotros, como peces sin agua,
nos movemos en círculos,
chocando contra los bordes de nuestra rutina.
Cuando nadie me mira,
juraría que el suelo respira,
que cada paso que doy deja una huella que no llega a ser del todo mía.
Como si bajo el cemento latiera algo antiguo,
una memoria que se despierta cada vez que una bota le golpea y quisiera comunicarse.
Como si cada pisada fuera una palabra olvidada.
Nadie más parece notarlo,
los demás siguen en su danza autómata,
moviendo brazos,
cargando cajas,
criticando compañeros,
repitiendo hoy, gestos que ayer ya estaban agotados.
Es entonces cuando me pregunto si todos aquí estamos soñando el mismo sueño,
al mismo tiempo, en el mismo lugar,
trabajando para unas máquinas que lo único que quieren es seguir viéndonos soñar...
Como si soñar fuera nuestra única opción.