Se me han agotado las ganas de vivir.
Se me fueron entre los insípidos problemas de mi familia
y la larga procesión de facturas cada mes.
Se extinguió la llama eterna de mi corazón.
La vida carece de sentido desde hace años;
estoy desprovisto de propósito.
¡Cómo anhelo la ingenua capacidad de ser feliz de mi infancia!
El corazón lleno, mamá luchando por llegar a fin de mes,
mi progenitor secuestrado por la guerrilla,
mi padre batallando por lo que habría de destruir después.
La soledad diaria de un niño y sus juguetes.
Tiemblan mis manos.
Las palabras me han abandonado.
La poesía, ahora, se siente como un cruel latigazo:
ya no es un desahogo liviano,
sino un espejo implacable,
uno donde las cicatrices son protagonistas
y del que no puedo huir.