Iba a ocurrir al final, de una manera o de otra. No podía ser el único que viera su sonrisa —tan tan, que qué—; que viese sus ojos... tristemente inconscientes de su profundidad, de eso tan suyo que solo pueden darlo; que notase sus ansias... de ser o de vivir o de las dos.
Alguien más se dio cuenta (debí esconderla mejor...). Para la próxima, construiré una torre en el borde del horizonte, donde nadie se atreva a mirar —en la línea entre los dos mismísimos azules: el verdoso profundo y el dorado generoso—, y donde, si miran, pueda esconderla detrás de una cremallera en ese mismo horizonte (previamente instalada para este uso).
No sé si funcionará, esa estela deja mucho rastro, de encantos de luz, mezclados con olores del sentir. Sería imposible no verla deslumbrar, pensarían que tienen pareidolia «¿Es una nube o una sirena sentada en el mar?» Serían sus palabras.
No, no. No debo hacerlo, sería emergencia nacional:«Miles de bañistas a la búsqueda de la sire» —el titular estaría sin acabar, porque el periodista no aguantaría sin ir a buscar a la sirena, ni medio segundo más—. Luego, los arquitectos adivinando cómo se construye una cremallera en un paisaje. Y los peces asustados:«el mar para los peces, estos humanos solo vienen al horizonte, no quieren trabajar» (declaraciones de un pez de derechas). Qué va qué va, eso es un lío. Su forma, sus ojos, su sonrisa, su actitud, su vida, su pelo, su nombre lo merecen, pero es un lío.
Tengo que pensar, para la próxima. Esta ya no, no pasa nada, iba a ocurrir al final.