Hay un momento en la vida
en el que todo parece detenerse.
El tiempo ya no avanza igual:
se vuelve suave, lento,
como si tuviera miedo de seguir.
Empiezas a mirar distinto las cosas,
a oler más despacio el café,
a escuchar cómo respira la casa.
Todo adquiere un peso sagrado.
Ya no hay prisa por llegar a ninguna parte.
Solo queda el deseo de estar,
de sostener lo que aún respira,
aunque sepas que algo —alguien—
se está yendo poquito a poco.
Y duele, sí,
pero también hay una ternura profunda
en ver cómo la vida sigue floreciendo
incluso entre los escombros de la pérdida.
Quizás crecer sea eso:
aprender a amar sabiendo que un día todo se acaba.
Seguir dando las gracias aunque tiemble la voz.
Guardar en el corazón lo que ya no se puede tocar.
Y entender, al final,
que nada se va del todo,
porque lo que amamos de verdad
no desaparece:
solo cambia de forma
y nos acompaña de otra manera