La luna estaba encorvada
en la noche de la entrega;
las estrellas, mudas, temblaban,
reacias a cantar alabanzas.
Su cuerpo, sobre la arena antigua,
reposaba como un templo recién nacido.
El mar la ungía con su sal,
y el aire, con memorias
de amores que aún no habían sido.
Era pura como un reflejo en el agua,
sus ojos, dos lámparas de inocencia;
su piel hablaba en silencio,
y cada respiración era un cántico interior.
No conocía el deseo,
pero el deseo la buscaba.
Entonces él llegó.
No bajó del cielo,
sino de la herida luminosa del exilio.
Traía el pulso de la caída
y la nostalgia de un nombre que olvidó haber sido.
Se acercó como humo
que busca su forma,
como el verbo que quiere volver a ser leído.
En su mirada habitaba la memoria del fuego,
y en su aliento, la gramática del abismo.
Ella no se movió,
pero su alma lo llamó,
como llama el agua al sediento,
como llama el misterio
al que ya no teme perderse.
Y el aire se detuvo,
presintiendo el principio del fin.
Sus miradas se unieron,
y el tiempo retrocedió a su origen.
En él, que fue ruina,
brotó un corazón de ceniza viva.
“No puedo tocarte,” —dijo—,
“No soy digno del fulgor que entregas.
Soy el residuo del esplendor;
ya he amado demasiado
en otra vida,
bajo otra luna,
sobre otra arena,
igual de antigua,
igual de perfumada de sal y fuego.”
Y con eso dicho, se desvaneció entre las sílabas del viento.
Entonces la luna recobró su redondez,
las estrellas encendieron su canto,
y la noche se aclaró.
Mas la doncella,
cruzando los brazos sobre su pecho,
se murió de amor,
como muere la fe
al rozar el misterio.
—L.T.
11/4/2025