En esos ojos descubrí mi derrota más lúcida.
La razón se me disuelve ante su geografía insondable;
mi lógica, tan pulida, se torna mendiga.
Intuyo en su brillo la paradoja perfecta:
mi mente los analiza, pero mi alma los obedece.
Y así, antes de Turandot, confieso:
soy prisionero de lo que pretendí descifrar.
I
En los muros de jade se escucha un réquiem,
la multitud aúlla su hambre de belleza,
mientras una virgen de hielo —Turandot—
mastica en silencio los nombres de los muertos.
II
Los tambores resuenan, la sangre festeja;
cada adivinanza es un altar erigido al miedo,
cada cabeza que rueda, un argumento más
en la dialéctica del poder y la pureza.
III
Calaf, extranjero de sí mismo,
entra en la ciudad como un teorema febril;
no busca amor: busca victoria,
esa clase de eternidad que el deseo degenera.
IV
Liù, sombra que canta al pie del verdugo,
se ofrece como flor en la boca del abismo.
Su dulzura no suplica, sentencia;
su daga, último axioma del alma.
V
Y Turandot —oh ecuación imposible—
entre los huesos de sus pretendientes
descubre que el amor es un virus
que corroe la lógica de los dioses.
VI
El emperador calla: es la historia la que grita.
Ping, Pang, Pong: bufones del absurdo,
enumeran cadáveres y sueños,
como contables del delirio imperial.
VII
Entonces suena Nessun dorma,
no como canto, sino como profecía:
nadie dormirá, porque el pensamiento arde,
y el fuego nunca duerme.
VIII
El beso —ese crimen matemático—
derrite siglos de dogma.
El hielo se rinde, el hierro se vuelve carne,
y la princesa comprende lo inefable:
que toda respuesta es también renuncia.
IX
En el amanecer,
la multitud ya no sabe a quién aclama.
El amor ha vencido, sí,
pero su victoria huele a ceniza.
X
Yo, desde lejos, observo.
Veo en ellos el experimento final:
Eros contra Logos,
razón devorada por su criatura.
Y concluyo —sin júbilo—
que el corazón humano sigue siendo
la más perfecta máquina de contradicciones.