Rosario_Bersabe

La estación

 

Fue en Sevilla. María caminaba por el arcén de la estación de autobuses, en compañía de su padre. Habían venido a la capital a resolver unos trámites para una nueva empresa que ambos iban a emprender, un sueño compartido que requería más papeleo que ilusión. Hacía calor, el ruido era constante y la prisa parecía colgar del aire como una nube pegajosa.

Pero entonces lo sintió.

Levantó la vista y notó una mirada clavada en la suya. Una mirada que no pedía permiso, no esquivaba, no pretendía. Estaba allí, tan impenetrable como vulnerable, tan extraña como familiar.

Y fue como si el mundo se detuviera un instante. 

Marcelo, acompañado por una mujer que a todas luces parecía ser su madre, la miraba como si acabara de reconocer algo perdido hace tiempo. Su madre subía a un autobús que ya tenía el motor encendido, el aire acondicionado escupiendo vaho frío. Él se volvió para besarla en la mejilla, rápido, cariñoso, atento. Y luego, como si una fuerza mayor lo llamara, buscó de nuevo a la muchacha que había cruzado su mirada.

Pero ya no la vio.

María había subido a su propio autobús, el que la llevaría de vuelta a su pueblo, y lo observaba ahora desde la ventanilla. El cristal empañado dejaba ver solo siluetas, pero ella sabía bien a quién buscaba. El corazón le latía con fuerza, como si estuviera dejando algo atrás que aún no entendía.

Él levantó la cabeza.

Y sus ojos se encontraron de nuevo, a través del cristal. Una despedida silenciosa, una promesa sin palabras. Sus pupilas, antes encendidas de asombro, estaban ahora empañadas de un desencanto sereno, como si ambos supieran —sin tener que decirlo— que ese momento era único e irrepetible.

El motor rugió. El autobús se puso en marcha.

Marcelo no se movió. Se quedó allí, de pie, viendo cómo el vehículo se alejaba y se llevaba consigo a aquella chica que había aparecido y desaparecido en menos de un suspiro.

María apoyó la frente en la ventanilla. No lloraba, pero sentía ese hueco en el pecho que queda cuando algo se intuye tan bello como imposible. Su padre hablaba, ajeno al huracán que acababa de pasar por su hija.

El viaje continuó. La vida también.

Nunca se buscaron. Nunca se encontraron.

Pero a veces, María sueña.

Sueña con estaciones donde el tiempo se detiene, con pasillos sin prisas y autobuses que esperan. Sueña con Marcelo, con su mirada como saeta de fuego detenida en la suya, con pasos que esta vez sí se cruzan, sin miedo ni despedidas.

Y aunque despierte sin recordar los detalles, le queda una certeza suave en el pecho: de que tal vez, en algún rincón de Sevilla, Marcelo también recordará sus ojos.