3ra entrega de la saga de 25 cuentos.
Es cierto que estoy compartiendo mis cuentos para no sentir,
para distanciarme de la poesía a la que recurrí por dolor;
pero bue... será cuestión de un mes nomás.
EL INVESTIGADOR DE LA MÁSCARA DE PLATA EN...
Perrónidas
El circo romano estaba repleto.  En las gradas no cabía ni un alma.
Todo era miedo y valentía sobre la arena.  A pesar del rugido permanente que expelía la jaula donde guardaban a los leones, ningún gladiador les prestaba atención.  El combate lo era todo en esos momentos y no había más obstáculos que los otros gladiadores.
Tsoreto sostenía el escudo oval en la izquierda y levantaba una pesada espada en forma de cruz con la diestra.  Su torso desnudo revelaba los dobleces que lo rodeaban.  Parecían efecto de la sutileza abstracta de algún escultor posmodernista.  La máscara de plata, infaltable, amedrentaba a los pocos guerreros que soportaban mantenerse en pie sometidos a aquel hedor amedrentante.
La multitud enloquecía vivando al poderoso luchador.  Su semblante oculto derribaba con la sola presencia.  Bastaba que elevara la espada hacia el cielo para derribar al más corajudo –la gente no sabía de las armas secretas que poseía el detective; en esas épocas aún no se inventaban los gases derribantes ni la genética hablaba de los microbios mutados por las fieras condiciones de un huésped agresivamente infestado por suciedad.
La alfombra roja tendida a los pies del César era testigo de la admiración suscitada en el mismo emperador.  Empezaba a imaginar lo valioso que podía resultar un soldado semejante al frente de sus centuriones.
-¡Tso-re-to!  ¡Tso-re-to!- alardeaba entera cada platea.
En pocos minutos, tras rechinados choques del acero que forjaba cada espada y cortes desgajantes abriendo músculos lustrosos de sudor, quedaron frente a frente sólo dos.  Los mejores.  Los más fuertes y habilidosos.
Perrónidas, colosal en cada brinco y mortal tras la guarda del escudo, observaba a Tsoreto con respeto.
Éste, nauseabundo, desprolijo y vomitante amarraba en su multitud de dedos el astil de la pesada espada.  Empuñándola con fiereza, se zambulló al coraje descontrolado, lanzó un alarido de punta a punta del circo y emprendió rauda carrera hacia su oponente.
Perrónidas, al verlo tomar la iniciativa no quiso ser menos y se abalanzó a su encuentro flameando lo rojo del plumaje que adornábale la cimera.
El contacto resultó fatal.  Un estruendo violáceo de retronadas invadió lo poco que restaba de silencio.  La multitud calló oyendo la furia de los bravíos en combate mastodóntico.  Como enormes pirámides del antiguo Egipto se derrumbaban a cada sablazo.  El metal durísimo resistía aún.  Engrosábanse los tendones musculares de ambos y ni la sangre animaba a asomarse por sus cortaduras.
Tsoreto gritó nuevamente y volteó a Perrónidas con el aliento venenoso.  Desde el piso, éste sentía millares de ojos que lo veían azorados.  La escena mostraba al detective pendiendo la hoja doblemente filosa sobre el pecho del derribado.
Nadie se atrevía a cantar por vida o por muerte.  El salvajismo tenía a cada espectador cogido por la base del cuello.
Tsoreto volteó esperando la seña del César.
¡Y oh sorpresa! acaecida en aquel instante: el soberano era igual a Perrónidas.  Su cabello negro ladeado abofeteadamente y los pómulos altos y macizos.  La mirada marrón de aspecto profundo y cristalino.  Las muñecas gruesas y el peludo pecho.
Iemepé amasó la confusión masticando unos mocos redondos que le acababan de llover en el labio inferior y revisó otra vez al gladiador yaciente.  Realmente era la misma persona.
-Aún vivo- balbuceó firme Perrónidas.
-Aún vivo- gritó el emperador.
El investigador se acomodó la máscara –que sentía extrañamente incómoda- y todo cambió.  Un reperpeo metrallante sacudía la losa del inodoro.  Las nalgas entrepegadas abrían orificios desde la pasta como globitos.
Al fin pudo escapar la flatulencia contenida proyectándose con violencia y amenguó la presión que el detective percibía dentro de su intestino.
La época era otra, más actual.  El baño de su casa olía extrañamente limpio.
Tsoreto concluyó el defeque y subiose los pantalones, olvidando como en otras ocasiones el proceso de retirar la materia fecal adherida con papel higiénico.
Dejando el toilette, inspeccionó minucioso cada rincón de la vivienda.  Algo poco común coincidía aquí y allá.
-Cariño... ve a comprar la verdura por favor- suplicó una voz femenina.
Algo no cerraba –algo es una forma de decir-. habiéndose constituido de repente en un ambiente tan diferente al anterior, Iemepé estaba siendo llamado por su ¡¡esposa!!
Eso no era factible.  Se revisó las mugreces esparcidas y permanecían en su sitio.  Viose el reloj pulsera donde un pequeño cuadradito marcaba la fecha y constató estar en el mismo día que hacía unos minutos.  Era diez.
Ansioso, Tsoreto avanzó a pasos raudos para encontrarse con su mujer.  Deseaba saber de quién se trataba.  ¿Sería linda?  De seguro resultaría muy especial para haberse casado con él.
La puerta de la cocina estaba abierta.  Asomose por la hendija con un nudo de nervios enroscándole los amorfos órganos digestivos.
-¡¡¡Eh...!!!- no podía ser.  Aquella imagen no entraba en sus planes.  Volvió a revisarse y constató que su propia altura no sobrepasaba por mucho la del picaporte.
Tsoreto acababa de rejuvenecer.  Ahora era niño y quien lo llamaba era su madre: Antsaria.
-Tu hermano volverá de la escuela pronto.  Ya que llevas dos días sin fiebre puedes salir.  Ponte las zapatillas y ve a la verdulería- señaló Antsaria al verlo llegar.
Tsoreto casi no podía creer lo que sus ojos captaban.  –Ahora voy- llegó a articular.
-¿Qué te pasa?  ¿Te sientes bien?- se preocupó su madre acariciándole la frente.
Nunca había olvidado lo lindo que se sentía ser niño y el amor con que lo habían criado.
-¿En qué año estamos?- inquirió el investigador adivinando la cara de confusión que se adueñaría de Antsaria.
-Mil nueve ochenta- le respondió.
Esa debía ser la gripe que lo había mantenido alejado del estudio en cuarto grado durante semanas.  Si todo era idéntico, ese mediodía su hermano llegaría con la mano fisurada del recreo, donde solían competir lanzando una pelota de tenis vieja contra la pared, evitando luego que picara dos veces y volviendo a lanzarla... le llamaban “va” si la memoria no le fallaba.
La mamá, que lo seguía viendo algo inquieta, le indicó que se acostara de vuelta y le tomaría la fiebre.
-No, no, me siento bien.  Sólo estaba pensando cuánto extraño el colegio- se atajó, con la intención de poder salir a la calle y revisar todo.
Pese a sus palabras, Tsoreto debió testear su temperatura y recién después de confirmar un treinta y seis cinco lo dejaron volver a levantarse.
-Aprovecha que sales y pasea a Gulliver.
Gulliver era el perro de la casa.  Un pastor alemán bien fornido, que de no ser por la entereza muscular del joven Iemepé, lo habría podido arrastrar sin cuidado.
Tomó la correa y con esfuerzo ensartó donde correspondía el mosquetón de sujeción.
Agradaba el clima templado.  Ni mucho sol ni mucho viento.  Aromas lejanos de remembranza lo trasladaban a multitud de imágenes queridas.  Añorando, devolviendo gástricamente en canaletas del cordón y alcantarillas, nuestro amigo contendía con Gulliver de a tirones.
Primero lo pasearía un rato y después, cuando el animal hubiese despedido la porquería visitaría al verdulero.  Este muy amable hombre regalaba siempre a Tsoreto las deliciosas papas y cebollas putrefactas, empleadas con efectos desodorantes por el detective.
-Te comportas como perro- indicole Gulliver.
-¿Por qué lo dices?- le preguntó Tsoreto con el pensamiento y cayó en la cuenta de que estaba conversando telepáticamente con su mascota.
-Te gustan las cosas fuertes, con olores más allá de lo que ustedes consideran respirables.  Podría decirse que eres el más valeroso entre los tuyos.  Me enorgullezco de tenerte como amigo.- lo halagó el can.
-Gracias, yo también te aprecio mucho.  Pero explícame: ¿Cómo es que estoy hablando contigo sin mover los labios y cómo es que tú, que no eres homo sapiens sapiens, ni siquiera con un sapiens solo, puedes seguir esta conversación empleando palabras castellanas?
-¿Esperarías un guau, guau?  Si quieres ladro...
-No, no; dime cómo está sucediendo esto.  Hoy ya he atravesado situaciones muy extrañas y quizá lo que me dices sea parte de toda esta maraña misteriosa.
Tsoreto notó un fuerte dolor en la nariz y se la raspó con la suela del calzado una vez que logró desengancharlo fuera del pie sinuoso.  Tocándose el resto del rostro descubrió lo impensado: ¡¡ !!... es demasiado fuera de lo normal para nombrarlo en este párrafo, así que le dedicaremos un párrafo entero, custodiado por sendos párrafos guardianes.
Éste es un párrafo guardián.  A continuación leerás la información exclusiva...
¡No – tenía – la – máscara – de – plata!
Éste es otro párrafo guardián.  Da fin y custodia al impensado descubrimiento realizado por Tsoreto.
Sintiose sin cicatriz ambas mejillas y aunque le ardió, palpó lo blanco de su globo ocular izquierdo, que sería destrozado en posteriori.  El recuerdo lo escalofrió.
El estrés producto de la ausencia notoria –Iemepé nunca se quitaba el plateado tapujo, ni para bañarse, ni para dormir- lo desconcentró por completo.  Alzó ambas manos monstruadas y sujetose la barbilla.
...
-A la cuenta de tres despertará.  Uno.  Dos.  Tres.  ¡Oficial!  ¿Está conmigo?
Tsoreto levantó párpados.  La máscara de plata ocupaba nuevamente el sitio indicado y pudo tranquilizarse.
-¿Quién es usted?- cuestionó al barbudo que lo veía de cerca.  Sin esperar respuesta tomó postura erecta y torciéndole el brazo lo trabó contra la camilla de manera que no pudiera moverse.
-Soy el psicólogo- murmuró por el agujero de la boca que le quedaba libre para respirar.
-Suélteme y le explicaré- rogó.
-Explíqueme así y si me convence lo dejaré en paz- se negó el detective.
-Uf... Está bien.  Usted está investigando un pedido de rescate recibido anoche.  Me contrató para hipnotizarlo y hacerlo viajar mentalmente por las entrañas de su complejo cerebro porque la voz que pedía el rescate le sonaba conocida.
Tsoreto lo soltó.  Ya iban aclarándose las ideas.
-Anotemos lo que recuerdo de esos viajes- determinó Iemepé y extrajo del bolsillo de su impermeable azul, que colgaba a un lado del diván, la libreta con birome atada que solía portar.
-No es necesario- se adelantó el doctor.  –He ido anotando cada detalle cuando usted estaba bajo el efecto hipnótico.
Juntos revisaron los detalles narrados allí.  Primero contaba de las luchas como gladiador y estaban remarcadas las últimas frases: el tal Perrónidas era gladiador y también emperador; su aseveración era que “aún vivía”.
-¿Qué significará eso?- se vieron, el psicólogo terminando de acomodarse la corbata y Tsoreto maloliente y reflexivo.
Más adelante aparecía el relato de la casa paterna cuando joven; el momento con Antsaria; la salida a pasear a Gulliver y también subrayada la conversación telepática.
-Es parte del rompecabezas- apuntó Tsoreto.  -¿Por quién dijo que pedían rescate?- el detective preguntó esto y notó nuevamente un intenso malestar frontal, bajo la máscara.
Cerró y abrió lo ojos –usaba los dos aunque uno sólo le servía.
Por un momento percibió el aroma frío de la oscuridad.  Volteó a siniestra captando cómo una persona con guardapolvo, que no era el psicólogo, ajustaba cables negros y rojos en lo que parecía ser un inmenso tablero electrónico.
-Alcánceme el cristal- requirió a Iemepé.
-¿Quién es usted?- se alarmó el detective quitando el arma de la cartuchera.
-¡Tranquilo!  ¿Por qué me apunta?  ¡Encima de que estoy tratando de curarle el mal que lo aqueja me trata como a un delincuente!- se quejó.
-¿Qué mal?  ¡Acláreme eso o no dejaré de apuntarlo!
-Lo de la memoria recurrente, el problema que contrajo en su última misión por Madagascar.
Tsoreto no conocía Madagascar.  Sabía que era una isla oriental de África, pero no más de eso.
-Explíquese mejor- ordenó.
-Eh... Seguramente le ha tomado de vuelta.  Por eso no recuerda- aclaraba el científico.  –Andando por la selva contrajo una infección, provocada por una clase desconocida de insecto que habita en la savia de malvones de aquel país.  Al menos eso es lo que sabemos hasta ahora.  Le ha producido una especie de afloramiento de la estructura inconsciente.  Vive multitud de historias armadas cada una en torno a una única idea, que aparece la mayoría de las veces al final.  Yo le llamo “efecto cometa”.  Usted debe viajar por la cola inmensa hasta alcanzar la cabeza y entonces regresa o pasa a la cola de otro cometa.
Lo que el despeinado científico exponía parecía acomodar las piezas.
-De ser así he vivido tres historias ya- comenzó Tsoreto, pero el erudito negaba con la cabeza.
-Muchas más- aseguró.
-¿Y por qué no las recuerdo?- dicho esto Iemepé notó que realmente no tenía claro en su mente lo que acababa de afirmar.  Tres historias... ¿Qué historias eran esas?
Por favor. La confusión parecía servir de café con leche a los desayunantes segundos que transcurrían uno tras otro.
-¿Cómo se llama usted?- deseó saber Tsoreto al fin bajando su revolver.
-Soy...- no pudo terminar de hablar.  Víctimas de la irrupción de un grupo comando de asalto, Iemepé fue herido en la pierna y el científico, erizados sus rulos canosos, tomado de rehén.
La invasión duró instantes.  Cuando se lo llevaban, desde el piso el policía consiguió oírlo intentando decir su nombre.
-Me llamo... me llamo...- pero no llegó a escuchar más.
Una vez de pie, Tsoreto se ajustó un torniquete para frenar la hemorragia y empezó a revisar los instrumentos.  Sobre el escritorio, un cuaderno cuadriculado tamaño oficio tenía todas sus hojas selladas en el margen.
El sello decía “DR. PERRÓNIDAS”.
Otra vez le molestó bajo la máscara y nuestro amigo principió una loca carrera.  En el fondo se veía luz y a ambos lados del túnel pasaban incontables imágenes de diferentes sucesos.  La velocidad a que transcurría cada uno era inmensa, pese a ello lograba entenderlas y le daba la impresión de estar avanzando en el tiempo.
La luz del fondo estaba cada vez más cerca.
“Tres mi ocho” creyó leer poco antes de verse rodando sobre el pasto.
Se palpó el muslo y ya no estaba herido; el torniquete también había desaparecido.
Sin duda estoy en el futuro- pensó rindiéndose a la sucesión de acontecimientos que de ninguna manera entendía ni controlaba.
Se levantó y a lo lejos pudo alcanzar a captar los últimos rayos de sol que se escondían.  Los perfiles recortados de chaletes y edificios distaban unos dos kilómetros.
Afortunadamente el crepúsculo no resultaba helado.  Bastándose con el abrigo del impermeable, Tsoreto se recompuso descansando junto a unos árboles.
Mientras dormía, tuvo un único y preciso sueño: “3008”.  El número se le aparecía en carteles, escrito en hojas, de frente, a sus espaldas...  Por doquier monopolizaba lo visible.
Antes del amanecer, traído a la realidad por el altivo sonido del gallo, Iemepé bostezó, estirose desdoblándose lo más que podía y pronunció once letras: -T r e s m i l o c h o.
Se lamentó de haberlo hecho y emprendió camino a la ciudad.  Mientras andaba se encendían los tonos rojizos del firmamento.  Respiraba profundo.  Trotaba.  Era todo un atleta marchando decidido hacia el poblado aquél.  No era claro por qué lo hacía; mas tenía una guía fija en la mente: “3008”.
Cuando llegó a las primeras calzadas ya era de día.  El futuro no parecía haber cambiado mucho las cosas.  Le decepcionaba que se hubieran malgastado mil años para seguir construyendo con los mismos materiales.
Alguna vez había imaginado y hasta dibujado impresiones de cómo podía ser el año tres mil.  Fruto de un surrealismo extremo, sus cuadros eran harto complicados de descifrar.
Pero allí estaba ahora, notando el poco efecto del paso del tiempo.
Seis cuadras más adentro divisó al primer humano.  Estaba abriendo su puesto de venta de periódicos construido de chapa como los conocía del siglo XX.
El detective se apresuró y, aunque dudaba que las monedas que llevaba le sirvieran como dinero, solicitó un matutino al hombre.
-Son dos pesos- le dijo en perfecto español.
El canillita aceptó las antiguas monedas y siguió apilando las revistas y diarios para que se vieran ordenados.
Lo primero que leyó Iemepé fue la fecha, para confirmar el supuesto viaje en la cuarta dimensión: “10 de octubre de 2012”.
¡¡ ? !!
Ese era el tiempo del que creía haber partido, aunque ya lo dudaba concienzudamente.  Entonces qué significaba aquel número que no podía abandonar...
Sin percatarse de dónde estaba oyó una frenada aguda.  Un Renault 12 algo recauchutado acababa de detenerse a centímetros de él.  Siguieron unos insultos del conductor, terminando con un “¡Bañate, sucio!”.
Tsoreto terminó de cruzarse y algo lo llamó desde la pared lindera a aquella vereda.  Una puertita de metal, oxidada por los bordes, presidía la estrecha entrada a la propiedad numerada “tres mil ocho” de esa calle.  Era la segunda contando desde la esquina.
Sin duda, ahora sí había resuelto al menos eso.  El investigador tenía presente que restaba bastante para seguir haciendo justicia, aunque no sabía de qué se trataba el caso que estaba resolviendo, si realmente existía uno.
Pellizcó la idea de que pudiera todo ser un extraño sueño.  Hizo la prueba de golpearse, le rogó a una señorita que pasaba que lo abofeteara, mas nada funcionaba.  La realidad cruda –sin freír ni tostar- transcurría realmente de aquella insondable y enroscada manera.
El timbre del tres mil ocho se hallaba arrancado.  Unos cables de colores mezclados con telaraña habitaban el hueco donde presuntamente vivía el botón años atrás.
Golpeó con el nudillo interfalángico del índice sin obtener respuesta.  Volvió a hacerlo con la culata de su magnum...  y nada.  Golpeó las palmas como se acostumbraba en el campo, a ver si eso funcionaba.  Los transeúntes, que a esas horas ya eran varios, lo veía preguntándose a quién aplaudía y se cruzaban a la vereda de enfrente expelidos por el aroma desagradable del detective.
Debía entrar, aunque no le abrieran.  Ese número hincha bolas no lo perseguía de casualidad.
Por sobre el marco superior seguían cincuenta centímetros de pared.  En el borde asomaban varios culotes partidos de botella unidos al mismo cemento.  Por tanto la entrada no debía estar techada.
Iemepé se calzó los guantes de cuero, dio un saltito y pronto llegó al lado de adentro.  Un pasillo extenso de aspecto revocado culminaba en otra puerta entreabierta.
Allí dentro, con gran extrañeza el investigador observó a una docena de perros, de diferentes razas y tamaños, reunidos en torno a una alfombra central.  Poco más había allí.  Una cocinita sucia y a la izquierda de la habitación alguna especie de secador de pelo, como los usados en peluquerías de mujer.
La totalidad de caninos lo miraron.  Nadie ladraba.
-Debe ser él- creyó oír dentro de su cabeza.
-Esto que verás es importante.  Debes ya haber visitado la arena romana, a tu madre, luego a un supuesto psicólogo que decía estarte hipnotizando y al Doctor Perrónidas- las palabras mentales continuaban.  Tsoreto, a quien ya no lo sorprendería ni que su billetera se transformase en la Vialáctea, escuchaba atentamente lo que los perros le decían.
-Yo soy Perrónidas, dijo un pastor alemán muy parecido –si no idéntico- a Gulliver.  –Observa bien porque pronto volverás a cambiar de entorno.
-No otra vez...- quiso pedir el policía, mas contúvose abnegado como siempre.
El Gulliver-Perrónidas salió del círculo y se ubicó debajo del secador de pelo.  Tsoreto empezó a sentir dolor bajo la máscara.  Identificaba esa señal con el pasaje de una realidad a otra.  Aguantó sin frotarse hasta poder ver un poco más.
Con esfuerzo, consiguió advertir cómo el perro se desformaba hasta tomar el aspecto del científico enrulado que recordaba había sido secuestrado por el grupo comando.  Más adelante, el doctor volvía a tomar la forma de pastor alemán y lo miraba profundamente mientras Tsoreto se rascaba sobre la plata que lo cubría y volvía a desaparecer.
...
-Su vuelto- un taxista dejaba caer en la mano del investigador tres monedas azul metalizadas.  Sin pronunciar palabra descendió del vehículo.  La puerta se abrió hacia arriba cuando pulsó una tecla plana que indicaba claramente mediante un dibujo su función.
Una vez en la vereda, notó que estaba parado a varios cientos de metros de altura, en una plataforma que rodeaba una construcción redondeada.
En derredor se alzaban multitud de edificios similares y por entre medio cruzaban raudamente propulsados, distintas clases de automóviles voladores.  Eso sí era el futuro.
Un portillo se apartó de su sitio y de la vivienda salió una anciana mujer.
-Buen día investigador- le refirió directamente.
-Buen día.
-Soy la señora de Perrónidas.  Sus idas y vueltas por distintos entornos estarán siendo cada vez más cortas, así que voy a contarle lo que necesita saber para ayudar a mi marido- prosiguió.
-Pase por favor- lo invitó a entrar en su domicilio.  Cuatro paneles curvos a manera de paredes brillaban como acero.  En el interior no había nada; ni muebles, ni sillas; nada.
-Siéntese- dijo la anciana haciendo un gesto para indicarle dónde.  Tsoreto miró y allí estaba ahora un cómodo sofá.
Los dos tomaron asiento y se sirvieron té que también acababa de materializarse frente a ellos a pedido de la señora.
-Le mostraré lo que conseguí grabar cuando rastreé la presencia de mi esposo- dicho esto empezaron a proyectarse en forma holográfica las escenas de Tsoreto paseando a Gulliver y del rapto del científico.
-Lo último que capté fue su travesía signada por el tres mil ocho.
Iemepé sentía ya una fuerte picazón bajo la máscara e iba a intentar rascarse.
-¡Oh no!  Aguarde, no se toque aún, debo transmitirle lo importante- la picazón era tan poderosa que Tsoreto no pudo resistirse y se frotó una y otra vez.
Luego de hacerlo, tuvo la sensación de viajar por multitud de realidades paralelas; cada vez más rápido.
La picazón continuaba y seguía rascándose.  Hasta que al fin cesó.
El investigador era abofeteado por la Sargento Pérez: -¡Despierta!  ¡Despierta!- la oficial lo tenía sujeto por el brazo mientras trataba de reanimarlo.  Tsoreto se hallaba de pie tomado del poste que servía de pie a un secador de pelo.
-¡Al fin!  ¿Qué te sucedió?- se alegró Silvina.
Asustado por ver nuevamente aquel aparato, Iemepé se alejó de él de manera compulsiva.
-Tienes aversión a la limpieza, pero qué daño puede hacer un secador- sonrió la Sargento al tiempo que iba a acariciarlo.
-¡No lo toques!- gritó el detective.
-Cuéntame.  ¿Qué está ocurriendo?- se intrigó más seria que antes.
-¿Por qué estamos aquí?- Tsoreto notó en la calle una banda blanca y roja de peligro que mantenía alejado al gentío.  El lugar era una peluquería (con muchos secadores).
-Recibimos un llamado de auxilio desde esta dirección.  El coiffeur no sabía de qué se trataba, pero cuando llegamos notamos algo raro...  Las jovencitas que se cortaban el cabello en un instante parecían luego señoras mayores y otra vez rejuvenecían.  Al principio yo creí haber visto mal, pero lo comenté contigo y habías tenido idénticas percepciones.
-Continúa- se interesó Iemepé mientras jugaba con una mucosidad seca y prolongada tratando de calzarla nuevamente en su nariz desde la cavidad bucal.
-Pedimos a todos que salieran.  No sé por qué tú empezaste a revisar estos aparatos.  Cuando llegaste al cuarto notamos un chisporroteo amarillo bajo la rejilla de ventilación.  Agarraste el palo y te asomaste por donde se pone la cabeza para secarse.  Entonces te quedaste tieso.  Casi no podía moverte.  Estuviste así durante un minuto más o menos.  Cuando logré quitarte de la boca del aparato, te enderezaste y después volviste a la realidad.
Iemepé razonaba.
-¿La persona que hizo el llamado dejó su nombre?- preguntó a Silvina.
-Sí.  Recio Perrónidas si mal no recuerdo- confirmó ésta.
-El Doctor Perrónidas...- la mente de Iemepé carburaba como nunca.  –De alguna forma este individuo está en problemas y nos contactó por ello.  ¿Qué fue precisamente lo que dijo Perrónidas cuando llamó a la comisaría?
-Mmm...  Algo extraño, si no hubo error en lo que me informaron, el hombre dijo que estaba siendo secuestrado inintencionalmente; que si no lo ayudábamos pronto, moriría.
Bajo la chapa del secador, aparecieron nuevas chispas y un repiqueteado golpeteo sonoro volvió a llamarles la atención.
-Voy a entrar otra vez- se decidió Tsoreto y sin que Pérez pudiera detenerlo se agachó y ubicó bajo la boca de secado.
Inmediatamente apareció junto al rin-rin del teléfono en su despacho de la comisaría.  Levantó el tubo.
-Escuche- comenzó quien había llamado; -tengo conmigo al científico Perrónidas.  Envíeme a la casilla de correo tres mil ocho la suma de: el brazo romano, el brazo de Madagascar y una transmutación fallida.  Sin falta o mataré al doctor; se lo daré a los leones; su esposa nunca más lo verá pese a haberlo rastreado durante tanto tiempo.
La comunicación continuó con el “tu-tu-tu” característico.  Iemepé se frotó repetidamente la máscara de plata y reapareció agarrado del secador junto a Silvina en la peluquería.
-¿Cuánto tiempo me ausenté ahora?- le preguntó a su compañera.
-Casi nada, pero no vuelvas a hacerlo por favor.
Tsoreto buscó un lápiz labial y empezó a trazar unos gráficos sobre los azulejos.  Al principio anotó “ROMA”, más abajo “MAMÁ”, envolviendo a ambos un diagrama de Venn titulado “PSICÓLOGO”, después “SECUESTRO 1”, “REUNIÓN DE PERROS”, “FUTURO” y al costado “SECUESTRO 2”.
-¿Qué haces?- cuestionole la Sargento.
-Espera- la detuvo.  Quitó del mostrador un lápiz labial de otro color y citó “SECADOR” junto a reunión de perros.  Con el tono inicial inscribió más abajo “REALIDAD” y allí también anotó “SECADOR”.
Usando ahora el dato “3008” hizo lo mismo: lo refirió junto a reunión de perros, futuro y secuestro 2.  Así continuó cruzando flechas, redondeando anotaciones, relacionando “Madagascar”, “Leones”, “Brazos” y otro montón de términos y frases.
Admirada, Silvina asistió entonces a la inteligente resolución del caso que llevó a cabo Iemepé:
“Lo que fabularé suena alocado, pero creo que es el punto- comenzó.  –Este secador de pelo en especial no es un aparato cualquiera.  Anota preguntar al peluquero sobre cuándo lo trajeron.
Al parecer en el futuro, la gente puede viajar en el tiempo y para hacerlo se transforma, mejor dicho se “transmuta” a una animal; no sé si a cualquier animal o si sólo se transmutan a perros.
Ese procedimiento parece razonable a la luz de evitar ser descubiertos por la gente de otros tiempos, y así prevenir... anomalías temporales o algo por el estilo.
El tal Perrónidas era uno de estos viajeros.  Hacía mucho que por algún problema había quedado preso en nuestro presente; su esposa lo buscaba desesperadamente desde el futuro, que era su propio presente.
Si no me equivoco, el secador de pelo que tenemos ante nosotros es una especie de transmutador y máquina del tiempo.  Ahora bien, cuando Perrónidas, que había conseguido reconstruir el aparato en nuestro tiempo, estaba intentando regresar al futuro, algo se interpuso y lo dejó “trabado” entre existires paralelos.
Imagino que no los puede dominar muy bien y por eso se contactó conmigo cuando me metí en su vorágine espacio-temporal, de maneras no muy claras.  Fue dejando pistas que sabía yo descifraría.
En esa traba que le ocurrió cuando intentaba transportarse, entran en juego Roma y Madagascar, el país Africano donde dijo el psicólogo que yo había contraído la enfermedad.”
-¿Qué psicólogo?- lo interrumpió Silvina.
-No importa, sería difícil de explicar- y continuó Tsoreto describiendo el entramado de aquel confuso caso: “Debemos encontrar la relación de Perrónidas con aquellos dos países... anota preguntarle también al coiffeur sobre la identidad de las mujeres que estaba atendiendo cuando llegamos.
Por los últimos datos que recibí, y a decir verdad también por los primeros asegurándome “aún vivo”, el científico no puede resistir mucho tiempo en esa situación de paralelismo existencial.  De alguna manera se va debilitando y morirá.
Ahí entran los leones.  En la jaula del coliseo donde yo era gladiador, recuerdo haber visto encerados a varios muy hambrientos.  También los mencionó el figurado secuestrador que llamó por teléfono hace instantes a mi oficina.”
Viendo la cara extrañada de la Sargento, Iemepé aclaró que ese “hace instantes” era relativo a todo aquello que estaba viviendo dentro y fuera del secador.
“Los leones deben jugar un papel importante en el problema, ya veremos cuál es.”- dicho esto pusieron manos a la obra haciendo pasar al coiffeur -un individuo un tanto afeminado- y sometiéndolo a intenso interrogatorio.
Las nuevas piezas del gran rompecabezas mostraban que el peluquero recién se daba cuenta que había en el negocio un secador más de los que él había comprado.  También que ese día se estaba atendiendo una chica de raza negra y que el asistente se llamaba León González.
Lo hicieron pasar y les comentó cómo había ocurrido algo muy extraño cuando trató de separar la mano de la chica africana de la ropa del anciano que había concurrido a estirar sus rulos.
El tal León había sufrido una especie de visiones de perros y gente diferente, todo mientras mantenía su brazo bajo el secador.  Notando una molestia fuerte en la cabeza, habíase tapado y frotado los ojos con ambas manos y al retirarlas de allí, vio retirarse a la señorita negra detrás del hombre mayor.
-¿Vio al hombre salir del negocio con claridad?- lo indagó Tsoreto.
-Eh... creo... en realidad no; vi a la chica y como el señor no estaba más bajo el secador, supuse que había salido antes que ella, mientras yo me tapaba los ojos.
-¿Hay alguna forma de contactar a esa señorita africana?- les inquirió ansioso de respuesta positiva el investigador.
-Me había dicho su teléfono al llegar, pero yo todavía no lo anotaba cuando se fue sin que la atendiéramos y lo olvidé.  Sé que la característica era 4340, mas no recuerdo el resto- se lamentó el asistente.
El investigador presionó la tecla de la luz del ingenio y encendiose su lamparita.
-Cuarenta y tres, cuarenta, treinta cero ocho, ¿no es así?- adivinó.
-¡Así es!  ¿Cómo lo supo?- se asombró León.
-Soy policía- esgrimió Tsoreto como latiguillo, evitando ofenderlo y restando explicaciones innecesarias.
Silvina tecleó el número en la computadora de bolsillo que llevaba consigo, obtuvo así la dirección correspondiente y envió un patrullero a buscar a la joven.
Media hora más tarde el experimento estaba listo para comenzar.  La muchacha les comentó que en Madagascar, donde vivía de niña, existía la costumbre de tocar cualquier cosa donde se expresara el amor.  Así era común dar palmadas a las parejas de enamorados que se besaban, a las propagandas con corazones y otras cosas.
El hombre bajo el secador, que ella había confundido con una señora, llevaba puesta una remera con un corazón y la palabra “AMOR” dentro.  Entonces decidió tocar el dibujo para obtener buena fortuna y luego explicar la tradición a su compañera de peluquería.
Pero cuando le tocó el pecho, sintió que no podía retirar la mano.  Entonces extrañas imágenes de perros mezclados con personas empezaron a cruzarse por su visión.  No podía entender lo que sucedía, pero estaba muy asustada.
-De repente alguien me soltó- comentaba la joven, -y no pude más que salir del lugar casi corriendo.  Tenía un fuerte dolor residual de cabeza...
Tsoreto se dio cuenta de que viendo la palabra ROMA desde la derecha se leía AMOR.  Por los relatos que acababa de escuchar, la madagascareña hacía poco que entraba al negocio cuando tocó a Perrónidas.  Ese momento debía se justo cuando estaba por viajar en el tiempo.  O ella había leído al revés o la pista de Roma se había presentado invertida.
-Repitamos la falla- propuso e indicó a quienes estaban allí que juntaran sus brazos bajo el secador.
La última ficha para resolver todo apareció viendo por la vidriera desde la acera:  un pastor alemán algo desalineado, con sus pelos revueltos, los observaba atentamente.
-Ven- gritó Iemepé y el perro entendió y se acercó de inmediato subiéndose al asiento del aparato.
En ese momento el chisporroteo amarillo que proseguía, tornose más suave y verdoso.  Se oyó un zumbido y el perro aquel desapareció.
En cuanto se descuidaron charlando sobre lo sucedido y tratando todos de entender la extrañísima explicación del detective, pudieron notar que el secador extra ya no estaba en su sitio... había desaparecido también.
No hubo más dolores tras la máscara y la joven oscura juró que olvidaría la costumbre aprendida en su tierra natal de tocar las cosas que decían amor.
El caso, que casi parecía no haber existido, estaba realmente resuelto.  En el futuro, el Doctor Perrónidas y su esposa se reencontraron y vivieron felices el resto de sus vidas.  Nunca volvieron a acompañar a sus nietos a los juegos de tiempo y es más, hablaron con sus padres para hacerles entender que no eran tan inofensivos como lo proclamaban las publicidades.
Perrónidas escribió un libro allá por su tiempo, en que describía las magníficas aventuras del policía enmascarado.  Nosotros sabemos su nombre: es el Investigador de la Máscara de Plata, y sabemos también que continuará haciendo justicia.