Syol *
A LA SOMBRA DEL CIRUELO
De niño me escapaba de casa a los altos muros de la playa. El viento de la tarde arremolinaba mis cabellos, en aquel descenso por la escalinata que me acercó a los dominios de la arena. Descalzo me fuí dando saltos por la orilla, hasta ganar el extremo final de la playa. Sobre el vaivén de la espuma, una rizada colonia de algas viajaba hasta los agudos comienzos de una roca inmensa, que el mar acariciaba en elástico ruedo. Fundido a la gran roca se alzaba un peñón que iba hasta la empinada salida. Sobre aquel elevado de piedras, un caserón de finos ventanillos con balcones, desafiaba la fuerte corriente del viento.
Luego de un chapuzón que me dejó las manos como racimos de uvas secas, decidí regresar a casa. Atravesando una tranquila calle del vecindario, advertí con cierta curiosidad aquella vetusta casa de madera. Allí vivía una familia de ancianos. La matriarca rondaba ya los cien años, vivía con sus dos hijos. Fausto, el mayor de los hijos, mantenía un tibio romance con una dulce mujer, a la que décadas atrás escogiera como fiel acompañante de sus días. Era aquella una unión meramente platónica, que ambos resolvían llevar a gusto. En cambio el menor de los hermanos, era el clásico soltero que no desperdiciaba la oportunidad, de cortejar a las damas que hallaba disponibles. Soñador hasta los tuétanos, Juanito creía necesario esquivar los altibajos de la realidad conyugal, por lo que nunca fijó compromiso con dama alguna. Tenía una antigua máquina de escribir, a la que acarició todos los días de su vida.
Sobre la torneada mesa que simulaba sostener la pared del comedor, se apilaban volúmenes antiguos, y cientos de hojas sueltas, mecanografiadas con historias y poemas ilustrados por su propia mano. Como dije al comienzo de esta historia, era una casa antigua, de esas de puntal alto y sobrio interior, siempre impregnado en el amaderado espíritu de aquellas paredes, húmedas y añosas.
Lo mejor de aquel refugio familiar era el ciruelo que atesoraban a mitad del patio. Junto al ciruelo crecía una hilera salvaje de hierbas y plantas trepadoras. María, que así se llamaba la mujer del mayor de los hermanos, preparaba té, y socorridos remedios con las hojas de aquellas plantas aromáticas.
De pie junto a la empalizada del patio, escudriñé las inmediaciones de aquel singular huerto, donde el aire de la tarde mecía las premiadas ramas del ciruelo. En mi abstracción, tejí un sinfín de estrategias para llegar a él, estrategias que luego desechaba en terribles juicios internos. Resignado a regresar a casa sin el anhelado botin de ciruelas, volví el rostro a la dispuesta calle. Ya había dado tres pasos, cuando un despierto crujir de hojas secas, me hizo volver la mirada a la endeble empalizada. Atravesando la obstinada malesa del patio, se acercaba la vieja María. En sus palmas extendidas relucían las ciruelas, que a temprana hora había recogido para mí. Mobido por la sorpresa, dejé escapar una avergonzada sonrisa que ella no atinó comprender. Junto al chasquido de las ramas en el viento y la voz de una radio lejana, se mezclaba el quejido de aquella sagrada mecedora, donde los viejos hermanos, se inclinaron a besar la frente de la madre.