Y la oscuridad era fría,
un frío que se filtraba por los poros
como agua de pozo en invierno,
y ya lo llevaba dentro,
incrustado en las costillas,
en el hueco donde late el nombre olvidado.
Vivía en mis paredes,
se deslizaba entre las sábanas
con la suavidad de un cuchillo de seda,
me peinaba el alma con dedos invisibles,
me alisaba el cabello con aliento de tumba,
me arropaba en su ropa sin olor,
sin peso, sin memoria.
Me abrazaba,
y sentía su presión exacta
sobre la curva de mi espalda,
un abrazo que no temblaba,
que no pedía.
Me construía la rutina
con el roce de sus bordes afilados,
me hacía el amor
con la lentitud de un reloj sin cuerda,
sus caricias eran silencio
que se adhería a la piel
como escarcha en cristal.
Siempre fría,
un frío que no quema,
sino que vacía:
despoja de color,
de latido,
de eco.
Ella era mi amante,
helada oscuridad,
y yo su inquilino perpetuo.
Era la única presencia
en esta vacuidad que soy,
un espacio donde el aire
se hace espeso y hueco a la vez.
Siempre fría,
siempre a medio camino
entre el consuelo y la nada.
Le faltaba el calor
que sube desde un vientre vivo,
la suavidad de una piel
que se eriza al roce,
que guarda el día en sus poros.
Le faltaba esa caricia
que solo una mujer
deja impresa en la nuca,
como un sello de cera tibia
que no se borra con el sueño.
Y aun así la tomaba,
sentía su gelidez
bajar por la garganta
como vino sin cosecha,
me llenaba los pulmones
de un vacío que respiraba por mí.
Aunque nunca tuviera color,
aunque nunca tuviera calor,
aunque su boca
fuera un pozo sin fondo.
Ella era así
porque era oscuridad.
Yo era así
porque era mortandad,
un cuerpo que aún camina
pero ya conoce
el sabor de su propia sombra.
Baratza