Baratza 02

Mi amante, Oscuridad

 

Y la oscuridad era fría,  
un frío que se filtraba por los poros  
como agua de pozo en invierno,  
y ya lo llevaba dentro,  
incrustado en las costillas,  
en el hueco donde late el nombre olvidado.  

Vivía en mis paredes,  
se deslizaba entre las sábanas  
con la suavidad de un cuchillo de seda,  
me peinaba el alma con dedos invisibles,  
me alisaba el cabello con aliento de tumba,  
me arropaba en su ropa sin olor,  
sin peso, sin memoria.  

Me abrazaba,  
y sentía su presión exacta  
sobre la curva de mi espalda,  
un abrazo que no temblaba,  
que no pedía.  
Me construía la rutina  
con el roce de sus bordes afilados,  
me hacía el amor  
con la lentitud de un reloj sin cuerda,  
sus caricias eran silencio  
que se adhería a la piel  
como escarcha en cristal.  

Siempre fría,  
un frío que no quema,  
sino que vacía:  
despoja de color,  
de latido,  
de eco.  
Ella era mi amante,  
helada oscuridad,  
y yo su inquilino perpetuo.  

Era la única presencia  
en esta vacuidad que soy,  
un espacio donde el aire  
se hace espeso y hueco a la vez.  
Siempre fría,  
siempre a medio camino  
entre el consuelo y la nada.  

Le faltaba el calor  
que sube desde un vientre vivo,  
la suavidad de una piel  
que se eriza al roce,  
que guarda el día en sus poros.  
Le faltaba esa caricia  
que solo una mujer  
deja impresa en la nuca,  
como un sello de cera tibia  
que no se borra con el sueño.  

Y aun así la tomaba,  
sentía su gelidez  
bajar por la garganta  
como vino sin cosecha,  
me llenaba los pulmones  
de un vacío que respiraba por mí.  
Aunque nunca tuviera color,  
aunque nunca tuviera calor,  
aunque su boca  
fuera un pozo sin fondo.  

Ella era así  
porque era oscuridad.  
Yo era así  
porque era mortandad,  
un cuerpo que aún camina  
pero ya conoce  
el sabor de su propia sombra.

Baratza