Cuando era joven, mi familia y yo nos mudamos a una casa sin ascensor. Tercera planta. Perfecto: lo bastante alto para presumir de vistas, pero no tanto como para morir en el intento.
Además, éramos jóvenes, con piernas que subían solas, y con pulmones que funcionaban sin quejas ni cláusulas abusivas.
Pero los años pasaron… y las piernas, las traidoras, empezaron a ponerse en huelga. Subir las escaleras era ya una expedición al Himalaya, pero sin sherpas ni oxígeno.
Finalmente, los vecinos —todos con las rodillas chirriando como puertas viejas— decidimos instalar un ascensor. ¡Gran idea! Después de meses de obras, polvo y juramentos, allí estaba: reluciente, diminuto y orgulloso, con su cartelito de “máximo dos personas”.
Dos personas. ¡Ja! Con suerte cabía una y media. Si entrábamos dos, había que elegir: o respirábamos por turnos, o uno de los dos viajaba en modo foto carnet.
Yo, que padezco claustrofobia desde tiempos inmemoriales, lo miraba como quien ve un ataúd con botones. Le llamaba “el cajón” y lo evitaba todo lo que podía. Pero un día no hubo escapatoria: una de mis caderas me jugó una mala pasada. Así que subí, haciendo de tripas corazón, con los ojos cerrados y el rosario mental a toda velocidad.
El ascensor se movía como una tostadora gigante en huelga. Y yo, convencida de que no saldría viva de allí, juré que si lograba llegar al tercero, me hacía devota de San Otis, patrón de los elevadores.
Hace unos días, mientras reunía valor para volver a usar el dichoso cajón, oí ruidos extraños: puertas que se abrían y cerraban solas, voces que maldecían, y hasta un “¡ayuda!” amortiguado.
Yo, heroína de mí misma, grité desde el rellano:
—¡Tranquilo! ¡No se mueva! ¡Estoy aquí! ¡No se asfixie!
Silencio. Y luego, una voz perfectamente tranquila:
—No se preocupe, señora. Soy el técnico. Lo estoy arreglando.
Plaf. Fin de mi vocación de rescatista.
Subí a pie, con la compra en una mano y la vergüenza en la otra. Al pasar junto al mecánico, me lanzó una sonrisa cómplice, de esas que dicen “otra más que habló antes de tiempo”.
Yo le devolví la sonrisa, claro… aunque en mi cabeza ya estaba haciendo las maletas. Próximo destino: un chalecito a la orilla del mar.