Samapa

El auto blanco

Ya no veo el auto blanco por las calles de mi ciudad.
Y, sin embargo, cada curva, cada esquina,
parece guardar la sombra de su paso.
Hubo un tiempo en que bastaba imaginarlo
para que el pulso se me volviera tormenta,
para que el corazón, necio, creyera que aún había destino.

Si el azar me regalaba un 390 en la chapa,
el mundo se detenía un instante:
taquicardia, vértigo, delirio…
todo eso que uno llama amor
cuando todavía no aprendió a nombrar la herida.

Dentro de él, su mirada era un abismo,
profunda, triste, y sin embargo mía.
Yo la esquivaba, sabiendo que dejarla entrar
sería volver a romperme,
a recoger pedazos que ya no encajaban.
Mi cuerpo decía adiós,
pero el alma gritaba como quien pierde la última esperanza.

Lloré.
Y dolió entender que a veces amar
es también destruirse.
Que hay personas que llegan
solo para mostrarte lo que nunca volverás a ser.
Pero también qué alivio, qué dulce venganza,
aprender a no necesitar lo que un día te consumió.

Hoy camino las mismas calles,
sin miedo, sin sobresaltos.
La música me acompaña y me rescata,
y aunque a veces mire de reojo esa esquina,
ya no tiemblo, ya no espero.

He aprendido a vivir sin fantasmas,
aunque, muy dentro, muy callado,
aún guardo la ilusión
de cruzarme, aunque sea una vez más,
con el auto blanco.