Es doloroso, sí.
Duele en lo más hondo querer construir una vida con alguien
y descubrir que los cimientos estaban hechos de espejismos.
Duele pensar que por fin habías encontrado a esa persona
con la que el mundo, al fin, se detendría.
Y me pregunto si esta vez también fui yo,
si todo fue otra ilusión disfrazada de destino.
Porque nunca quise irme.
Siempre tuve la esperanza de quedarme,
de resistir incluso tus silencios,
de soportar el filo de tus palabras
solo por seguir llamándote hogar.
Pero ya estuve ahí antes:
siete años creyendo que el amor bastaba,
hasta que también se fue.
Y entendí —tarde—
que cada vez que los demás se van,
no debo irme yo con ellos.
Quiero que esta vez sea distinto.
Quiero darme el amor que tanto ofrezco,
el que derramo sin medida esperando que alguien lo vea,
que alguien lo sostenga.
Y cuando no lo hacen,
me culpo por elegir ojos que nunca aprendieron a mirar.
Tal vez ya encontré al amor de mi vida,
y también ya lo perdí.
Tal vez solo fuimos una vez,
y jamás seremos de nuevo.
Porque después de ti no hubo nada.
Intenté otras pieles, otras risas, otros brazos,
pero todo tenía tu eco.
Te comparé hasta con el silencio.
Y lo peor de todo es que no sé por qué te fuiste,
ni por qué elegiste hacerlo justo cuando más me dolía respirar.
Te culpo, sí.
Porque si no te hubieras ido,
nadie más me habría herido con tanto descuido.
Porque solo buscaba tu sombra en cuerpos ajenos,
tu voz en promesas nuevas.
Tal vez, al final,
solo me queda aceptar que también seré una de esas personas
que aman una sola vez con el alma entera,
y luego aprenden a vivir con un amor que no regresa.
Nos casaremos con alguien más,
amaremos, reiremos, fingiremos olvido,
pero en el fondo siempre sabremos
que hubo un amor imposible,
uno que incendió todo,
y que jamás se apagó.