El tiempo llega así, sin anunciarse. Con la mirada cansada de los siglos y un abrigo pletórico en otoños.
Me pregunta si aún conservo y evoco el recuerdo de aquella dama que jure jamás olvidaría.
Y...
No contesto.
Porque sé que cada palabra que pretenda pronunciar le pertenece. Luego sé. Que la memoria es solo suya.
Se desplaza en silencio y se sirve un café fuerte y sin azúcar.
Como le gusta.
Solo le veo y escucho. Y él sonríe. Porque me conoce como nadie.
Se arrellana a mi lado y dormita lento y cansino.
Y a su lado noto que todo se detiene en un momento.
Hasta las palabras nunca dichas, aunque siempre murmuradas. O tal vez agasajadas bajo la pertinaz lluvia que incipiente cae en el tejado.
Todo se suspende…
Hasta el sonido que apabulla el callado reloj que me atestigua.
Todo le pertenece…
Hasta mi respiración, que se manifiesta vacilante.
Pero despierta de repente.
Y taciturno ante el silencio que salpica, veo como el malgastado calendario emprende su camino despiadado.
Porque siento que palpito nuevamente al acorde estremecido de mi cuerpo, que descubre un leve temblor en el momento manso en que abro una ventana salvadora, como queriendo escapar al infinito.
Y percibo el viento que corre a raudal y me acaricia, y me devuelve al lugar que pertenezco.
Se levanta de mi lado, en sosiego y casi sin sentirlo.
Y justo frente a mí, él se despide.
Me abraza y me pregunta entre susurros.
Si es el, quien se renueva entre arrugas.
O si soy yo.
Quien sin sentirlo se envejece.
Amigo tiempo…
Se bien que pronto. Volveré a verte.
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Rafael Blanco López
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