Entre ruinas y pedazos de ladrillos húmedos, ayudaba a una anciana a pararse, que, por el temblor del mundo, cayó. Entonces fue ahí cuando me di vuelta, porque sentí un llamado a mirar justo lo que había detrás de mí.
Vi una enorme nube roja y profunda, que medía aproximadamente trescientos metros de largo. En el medio había un puente prolongado, y desde aquel lugar salían gritos y sollozos de dolor. Comencé a caminar hacia lo que veía, como en un estado de hipnosis, por el impacto de tener enfrente de mí la puerta hacia el infierno.
Sentía una atracción anormal a pisar ese sitio. Caminaba como si estuviera dormido, sin darme cuenta de la cantidad de pasos que tuve que dar hasta llegar ahí; creo que no fueron muchos.
Tenía la mirada exageradamente sorprendida por el color sangre de lo que me rodeaba y los sonidos de espanto. El puente era de cemento liso y con charcos de historia, de personas que alguna vez habitaron la tierra, mi tierra. Tenía unas barandas de hierro, de las cuales colgaban extremidades de cuerpos sin vida y rostros que aún protestaban por su dolor. Eran muchos. Muchos cadáveres repletos de plasma, que en mí vieron una oportunidad de ayuda.
No aguanté esa fuerza triste del espacio, que entonces huí para despertarme.