¿Por qué cubres, preciosa, con tu mano
de ajetreada y vívida blancura,
tu rostro, tan precioso y tan tirano,
que hace romper cristales de dulzura…?
¡Ay, tu ardor, que en tu cauce soberano
no fallece, y tu mano, en tu amargura
ya se baña en tus ínclitas cascadas,
robando entre la gente mil miradas!
Ya no llores, Helena, que ya el día
ha tenido bastante lluvia vana
como para atender tu gallardía
recelosa, iracunda y soberana.
Ya no llores que, lúgubre o tardía,
surgirá doble aurora en la mañana:
la del mundo, que siempre nos ampara,
y la tuya, que viene de tu cara.
Ya no llores, Helena,
que en cristales me siembras igualmente
acompañado de desdén que en mente
me tienes, siendo buena.