En la danza lenta de tu andar
encontré certezas,
de esas que llegan para quedarse.
Tú fuiste el espejo
que me mostró
cómo todo termina
como empieza.
En la niñez fuiste ágil como el viento,
parecía que nada podía detenerte;
qué rápido pasó el tiempo:
de primavera a verano,
con una velocidad que te causó asombro.
En la juventud fuiste el éxtasis de la vida,
llegaron los amores —
esos que jurabas eternos—,
y a veces se esfumaron
en el soplo breve del momento.
Como todas las estaciones,
llegó la madurez:
el otoño que hace a los hombres pensar
en el futuro, la familia y los hijos.
Te plantaste, firme,
creando una familia numerosa,
esa que te hizo comprender
que no hay amor más puro
que el de aquellos a quienes amas.
Y al final,
como todo lo que alcanza su calma,
llegó el invierno:
ese que seca las ramas
y adormece todo a su paso.
Pero tú, que supiste sembrar en abundancia,
no cosechaste frío;
recogiste amor, entrega y esperanza.
Dejaste un legado lleno de memoria,
forjado desde los principios,
de esos que no mueren con el tiempo,
porque echaron raíces en el alma.
Te fuiste, es cierto,
pero vives en la mirada
de cada ser que abrazaste,
en la dulzura
de cada causa que amaste.
Y en este corazón
sigues siendo una de las mejores
de todas mis historias.