I_KENNETH

LA HERIDA (Parte I)

I. Lo que queda cuando se apaga el fuego

 

Nos acostumbramos a vivir con las brasas,

a pensar que el humo era señal de vida.

Dormíamos espalda con espalda,

como dos sobrevivientes que se niegan a salir de la trinchera.

 

La casa seguía oliendo a café,

pero el silencio ocupaba los pasillos

con pasos lentos, exactos,

como un huésped que nunca se va.

 

Hubo un tiempo en que reíamos por nada,

ahora cada palabra debía justificarse,

cada gesto pesaba,

cada intento por tocarte era un juicio silencioso.

 

No fue un golpe,

fue el goteo constante:

una frase cortante, una mirada que esquiva,

un domingo que ya no sabía a nosotros.

 

Nos quedamos por miedo a romper,

como si sostener lo roto fuera más digno

que aceptar que se acabó.

Y así nos volvimos muebles: útiles, inmóviles, cansados.

 

Hay amores que mueren gritando,

el nuestro murió dormido,

entre la rutina y la pereza emocional,

con las manos aún juntas,

pero el alma firmando su renuncia.

 

 

II. El otro que no soy

 

No me engañaste con besos,

me engañaste con atención.

Con ese brillo en los ojos que ya no tenía mi nombre.

Con la sonrisa que antes era mía y ahora se alquila por mensajes.

 

No hubo cuerpo,

pero hubo presencia,

y eso duele más:

porque mientras me hablabas,

otra versión de ti se encendía en otro lugar.

 

Te vi irte sin moverte,

vi cómo tu mente se vestía para él

mientras tu cuerpo seguía en mi cama.

Fui el eco de lo que ya no escuchabas.

 

Lloré sin testigos,

porque ¿quién entiende el dolor

de una infidelidad que no deja pruebas,

solo ausencias?

 

El peor engaño no es con la piel,

es con la atención.

Es cuando alguien mira al vacío

y el vacío tiene otro nombre.

 

 

III. Zona gris

 

No te odio.

Pero tampoco podría volver a amarte.

Hay algo en medio, un territorio sin bandera,

donde las palabras suenan correctas pero vacías,

y los abrazos solo cumplen protocolo.

 

Vivimos en esa zona gris,

donde se puede reír sin alegría,

besar sin deseo,

y planear un futuro que ninguno quiere habitar.

 

Nos decimos que es por el hijo,

por los recuerdos, por no estar solos,

pero es por miedo.

Por ese miedo silencioso a volver a empezar sin mapa.

 

Me hablas con ternura a ratos,

y en otros me ignoras como si nunca hubiera sido.

No hay crueldad, hay costumbre.

Y la costumbre también mata,

solo que lo hace con paciencia.

 

A veces creo que me esperas,

otras veces siento que solo me toleras.

Yo camino en puntillas por tus emociones,

intentando no despertar los restos del rencor.

 

Pero hay algo en mí que aún respira,

que se resiste a quedar dormido entre tus ruinas.

Y ese algo se llama dignidad.

 

No es orgullo —es supervivencia.

Es mirar lo que fuimos sin mentirse,

y aceptar que a veces la mejor forma de amar

es retirarse.