Cuando el día os halle en su hora certera,
no temáis la suerte, que nunca es sincera;
no es don del azar, ni dádiva incierta,
es puerta del deber que el alma despierta.
No rehuyáis el mando por miedo infecundo,
pues quien lo teme se borra del mundo;
mas no seáis déspotas del destino,
pues el poder prueba al más divino.
Sed firmes, hijos, mas nunca altivos,
que el justo guía, los otros son cautivos;
y al fin del mando, tras gloria y herida,
solo el humilde conserva su vida.
Yo tuve el cetro, lo alcé con locura,
y en su fulgor perdí mi ternura;
hoy sé, doliente, que el mando no miente:
no hay mayor ruina que un alma insolente.
Si llega el día y el mando os reclama,
recordad mi sombra, mi culpa, mi drama;
y al soltar el poder, con calma silente,
que os quede el respeto… no el miedo de la gente.