La primera vez que te vi,
esos cabellos dorados caían suaves sobre tu rostro,
ese color pálido,
esa mirada juguetona que observaba con curiosidad.
¿Quién iba a pensar
que serías un remolino
que transformaría mi forma de pensar,
mi forma de sentir?
Aunque apenas te conocía,
escucharte me calmaba.
Hablar contigo me hacía sentir
un poco menos miserable.
Verte alegraba mi día,
como si tu presencia fuera luz
donde todo era gris.
Cómo me hubiera gustado que durara más.
Tenerte, tan solo un poco más,
me bastaba con escucharte,
con verte por casualidad.
Nunca supiste
que cambiaste mi vida
con esa personalidad tan hermosa,
con esos dedos que jugaban con tus labios,
con esos ojos verdes
que me miraban con curiosidad.
Lo grabé todo,
como un recordatorio de ti:
cada gesto, cada mirada.
Todo de ti está en mi memoria,
todo está en mí.
Aunque no fuimos nada,
removiste cada entraña de mi alma.
No hay una palabra para definirnos,
pero yo te llevo dentro.
Te mostré mi parte más vulnerable,
y tú, como un libro abierto,
me mostraste la tuya.
Éramos dos personas rotas,
tocando cicatrices que parecían superficiales,
pero sabíamos que eran del alma.
Nos encontramos por azar
para darnos un instante de felicidad.
Y luego, como estaba escrito,
tuvimos que dejarnos ir
para seguir la vida.