Quisiera ofrendarte mis manos
como un nido cálido,
un rincón de paja fina
donde puedas guardar tus alas
sin temor al frío.
Pero qué va.
Estas manos mías son otra cosa:
una ladera rocosa
jodida
un paisaje de cerros marchitos
donde no se asientan arbustos
y azota fuerte el frío,
y vieras vos en mis manos
con qué facilidad
la esperanza se desprende.
Me gustaría,
claro que sí,
que fueran un poco más,
quizás un lugar allá en las afueras
donde el sol hace sus rondas
donde el cielo es siempre azul
y todo lo verde próspera
pero no, lo único que me queda
es guardarte aquí,
aquí muy adentro,
donde no llegan los dedos
ni tampoco el filo de la roca
a lo mejor
pasa que vos no sos
ese quetzal esmeralda,
casi un lujo
que yo o el mundo
se inventa a veces.
Capaz que sos
(y esto sí me da paz)
el guardabarranco sencillo
que yo,
sin saberlo,
necesitaba.