Todos los jueves, a las tres en punto, era la cita. Cuatro horas antes de salir de mi casa, comenzaba con el afán de arreglarme para lucir atractiva. Cosas que hacemos nosotras las mujeres. La regadera, las cremas de cuerpo, el perfume, cepillar el cabello, maquillaje... Nunca se me había ocurrido que le prestaba más atención a mi vanidad como el día jueves.
Pero no era solo vanidad. Era una inquietud sutil, un cosquilleo en la boca del estómago. Como si dentro de mí convivieran dos versiones de la misma mujer: la paciente, que debía hablar de su ansiedad y sus miedos con su terapeuta, y la otra, que solo quería ver si él notaba el brillo de mis labios o el detalle en mis aretes. Me sentía absurda a veces, pero igual repetía el ritual, jueves tras jueves.
Y, sin embargo, ese jueves fue distinto. Desde que entré al consultorio noté algo extraño. Él no me miró como siempre. Ni una sonrisa, ni ese gesto con la cabeza con el que solía invitarme a pasar. Solo señaló el sillón con la mano, sin decir palabra. Su mirada, que antes era cálida y contenida, tenía ahora una capa de distancia. Como si entre los dos se hubiera levantado un vidrio grueso, imposible de romper.
—Esta será nuestra última sesión.
Mi corazón dio un salto, uno seco, que no sube ni baja, solo se queda detenido, como una piedra flotando en el pecho.
—¿Por qué? —alcancé a decir—. ¿Acaso ya estoy curada?
No intenté ocultar la ansiedad en mi voz. Él lo notó, claro que lo notó.
Bajó la mirada, apoyó los codos sobre sus rodillas, entrelazó los dedos. Era la primera vez que lo veía tan humano, tan frágil. Noté en sus ojos de azul cristalino una tormenta contenida, como si detrás de esa serenidad aprendida habitara un hombre que había estado oculto hasta hoy. Había tristeza, sí. Pero también algo más. Una culpa luminosa. Un deseo contenido. Y yo, como una idiota, no podía dejar de mirar.
Sentí que el aire se espesaba. Me quedé inmóvil, como si cualquier movimiento pudiera desatar algo que no sabría contener.
—Creo que no estás entendiendo —añadió, casi leyéndome el pensamiento—. No eres tú. Soy yo el que... —hizo una pausa, respiró hondo—. El que cruzó una línea, al menos internamente. Hace semanas que lucho con esto. Al principio pensé que era una admiración, algo pasajero. Pero no lo es.
Levantó la mirada. Esta vez, como antes. Pero distinta. Más intensa. Más peligrosa.
—No puedo seguir siendo tu terapeuta. No cuando cada jueves, antes de que llegues, me descubro esperándote con una ansiedad impropia de mi profesión. No cuando me doy cuenta de que, sin querer, comencé a desear que no hablaras solo de tus problemas, sino de tu vida… de tu mundo, de tus ganas. De mí.
Me quedé aturdida. Las palabras me flotaban alrededor, como si no quisieran entrar del todo. Y entonces lo supe. Lo supe porque comencé a recordar cómo también yo, todos los jueves, me volvía inquieta desde temprano. No solo por lo que iba a decir. Sino por el momento exacto en que oiría tu voz pronunciar mi nombre, por ver ese gesto leve de tu sonrisa al saludarme.
Esos labios. Aquellos labios que, sin yo saberlo hasta ahora, hubiera querido alcanzar con los míos. Como si un beso pudiera romper lo que ya se había roto dentro de mí hace tiempo.
Tragué saliva. Mis manos temblaban un poco, pero no las oculté. El seguía mirándome, esperando —o tal vez temiendo— lo que iba a decir.
—Yo también —susurré—. No sé desde cuándo exactamente, pero sé que empecé a arreglarme para ti. Que hablaba más de lo necesario para quedarme unos minutos más. Que pensaba en tus silencios después de las sesiones, como si fueran mensajes escondidos. Que deseaba que me vieras… no como paciente, sino como mujer. Como esta mujer que soy ahora mismo, frente a ti.
Silencio. Un instante suspendido entre lo que queríamos hacer y lo que no debíamos permitirnos.
—Gracias por decírmelo —dijo al fin, con una voz baja, quebrada por dentro—. Pero si alguna vez volvemos a encontrarnos, que no sea aquí. Ni tú como paciente. Ni yo como terapeuta.
Se levantó, caminó hacia la puerta del consultorio y la abrió. No me apuró. Solo esperó.
Yo también me puse de pie. Hubo un momento, diminuto y eterno, en que nuestras miradas se encontraron y ninguno apartó la vista. Solo una mirada. Pero fue suficiente para saberlo todo.
Crucé la puerta.
Y justo antes de que se cerrara detrás de mí, deseé —con toda mi vida y toda mi verdad— que se atreviera a detenerme. Que dijera algo, lo que fuera. Pero no lo hizo. Y yo tampoco.
Porque a veces, lo que más deseamos es lo que no debe ocurrir.
Y lo que no ocurre… es lo que nunca se olvida.
—L.T.
10/27/2025