Salí de Almería con una maleta de sol,
el mar metido en los zapatos
y un silencio que olía a despedida.
Las marismas del Guadalquivir
fueron mi primera frontera,
un lugar donde el agua se parece al espejo
y el barro conserva la forma de los pasos.
Allí aprendí que esperar
también es una forma de viajar.
Entre cañas y cigüeñas
pensaba en ella,
en su letra clara doblada en cuatro,
en la promesa escrita
como quien te envía un suspiro de amor
que aún perfuma la distancia.
No llevé billete para Barcelona,
solo las cartas de mi amada,
que me abrieron todas las fronteras.
Las guardé junto al corazón,
porque los amores verdaderos
se llevan siempre en el pecho,
como un pasaporte invisible.
Y yo, que venía de un sur de tierra y de hambre,
descubrí que migrar no es solo irse,
sino aprender a quedarse
en la esperanza de quien espera.
A veces, el viaje más largo
es volver a uno mismo,
donde aún resuena el eco de un nombre
escrito con temblor de esperanza
en una carta doblada en cuatro.
José Antonio Artés Sánchez