No hay culpa ni sombra en la memoria quieta,
solo el aire que fue denso con pasión y juramento.
Mira a esos dos cuerpos, la armadura y la seda violeta:
ellos no lamentan ni por un solo momento.
Señalan el camino de las almas valientes,
que no midieron el costo de su entrega feroz,
que bebieron el néctar de los cálices ardientes,
y hoy suspiran sin lágrimas, con muda voz.
¿Quién se arrepiente de amar? Repito el grito al viento,
si el amor fue la única verdad en el laberinto,
si llenó cada espacio, cada paso, cada aliento,
dándole a la vida un propósito distinto.
Al final se vivió el amor,
como un incendio que purifica la tierra.
Fue batalla, refugio, milagro, fulgor,
la única bandera que ondeó en cada guerra.
Aunque hoy la pasión se haya hecho nada más que cenizas,
un polvo ligero que el tiempo no podrá dispersar.
Ellas guardan la historia de todas las caricias,
del juramento eterno que no se pudo quebrar.
Se “vivió”: La palabra es un martillo de oro.
Un acto final que sella toda duda y temor.
Se vivió más allá del juicio, más allá del decoro,
porque amar no es una elección, sino el único motor.