Me he quedado así,
con este traje de gala
para días tan casuales,
cargado de una esperanza
absurda,
maniática,
casi ridícula,
mientras el mundo
se guarda todos los ases
bajo la manga.
Pero debo reconocer
que una vez sí jugó
a mi suerte
me mostró su magia,
esa prueba indiscutible
de lo que parece
un mundo completo,
fue una tarde, tenía que ser tarde
con esa luz melancólica
que tienen las cosas
que sabes muy bien
que duelen después.
Y además,
como si fuera poco la tarde,
también me dio una tregua,
la breve dicha
de conocer tus ojos.
Confieso que ahí me quedé,
colgado de ellos en ese instante
como una nube solitaria
que se se ancla en la cima
de una montaña.
Ahora me juego mi suerte,
pongo todos los días sobre un recuerdo,
ahorro noches,
por si acaso,
para inventarme atajos,
callejones,
avenidas de madrugada
que no conducen
a ninguna puerta
que vos quieras abrir.
Así que esta
es mi única herencia:
escribir.
Un intento
torpe
y testarudo
de fabricar yo mismo la última carta,
una casualidad,
que consiste, simplemente,
en que ahora,
por algún azar que el mundo
se olvidó guardar,
vos te encontrés con mis letras.