La piel no tiene escuela,
solo aprende al ser leída
con dedos que pronuncian
en voz baja
la lección de una boca hambrienta.
No hay alfabeto para el roce,
ni gramática para el jadeo,
pero hay sílabas que tiemblan
cuando cruzan el umbral tibio
de las grietas del deseo.
La piel no tiene escuela,
aprende en la sombra tibia del cuello,
en el roce donde la lengua
escribe salmos húmedos
sobre la abertura del alma.
El deseo no se enseña,
se encarna.
Brota en la yema de los dedos,
en la lengua que invade lenta
y en la pelvis que responde
con versos que no se pronuncian,
pero arden.
Hay labios que no besan,
dibujan incendios.
Trazan mapas de ceniza
sobre vientres que suplican
ser abiertos como páginas
donde el cuerpo escribe su llama.
Y entonces,
cuando ya no queda nada
más que la piel desnuda de palabras,
lo único que puedo decir es esto:
La piel no tiene escuela,
señoras y señores,
ni el amor tampoco.
Porque hay placeres
que no buscan aprender,
solo recordarse.
—L.T.