Carlos Baldelomar

+ EL RECREO QUE NO OLVIDÉ +

El recreo era, por reglamento,
una pausa de deberes
y un estruendo de zapatillas.
Todos corrían
como si se les fuera la infancia
en ese tramo de patio.
Todos, menos yo.

Yo tenía un oficio más urgente:
mirarte.
Coleccionar uno a uno tus gestos,
a una distancia prudente.
Uno, de niño, es torpe
para el afecto:
sabe poco de palabras
mucho menos de estrategias.
Algunos optan por el fastidio,
esa manera de llamar la atención
tirando de las trenzas.

Yo,
que siempre fui más bien cobarde
o quizá romántico,
busqué la dulzura.
Y en ese patio
la única que competía
con tu risa
eran los mangos de mi pueblo.

Los busqué
con disciplina de minero:
oro redondo y prometido.
Los guardé
como un botín secreto
en la lonchera azul.
(El azul sigue siendo
mi color de la suerte,
aunque ese día me
fallara).

Imaginé tu “gracias”,
tu sonrisa como único pago
que un niño espera,
pero la realidad
es casi siempre
un cruel desengaño
quise acercarme
y crujieron antes las hojas,
anunciando mi estrategia torpe.

Te diste vuelta.
Primero fue tu mirada,
que ya era una sentencia.
Después,
un empujón violento de tu voz:
“Andate de aquí, chavalo feo…”

Y algo
tenía que reventar.
No fueron los ojos
ni el nudo en la garganta:
fue la lonchera.
Estalló mi fortaleza azul;
las cerraduras,
y los mangos
mis piedras preciosas
rodaron por el suelo
como dados que fueron echados.

Te fuiste.
Claro que te fuiste
a correr con tus amigas,
yo me quedé de rodillas,
pidiendo perdón a mi pecho
sin entender qué ruido
seguía crujiendo.
Y ya no eran las hojas.

Empecé a recogerlos,
uno por uno.
Guardé los mangos golpeados
en la lonchera herida.

Fue mi primer oficio
de adulto:
recoger los pedazos
de la fruta
y, de paso,
los del corazón.