Bosque de Cenizas

ÉRASE UNA VEZ

Érase una vez, en un reino de cristal,
una princesa de labios tan dulces
que hasta las abejas olvidaban el néctar por probar su voz.
Vivía entre espejos, bordando promesas
que el viento llevaba a los tejados del palacio.

El rey soñaba con bodas doradas,
la reina con nietos que heredaran su sonrisa,
y el pueblo con pan,
pero a nadie le importaba el temblor en los ojos de la niña,
ni la grieta en su corona de oro falso.

Un día llegó el príncipe:
blandiendo un juramento,
con armadura brillante y corazón prestado.
Le juró amor eterno entre jardines de mentira,
mientras las rosas, por compasión, bajaban sus espinas.

Hubo boda, banquete, y risas pintadas,
pero la noche trajo un silencio tan denso
que ni los grillos se atrevieron a cantar.
El príncipe bebió ambición,
la princesa bebió lágrimas,
y el castillo amaneció ardiendo.

Los cisnes flotaban muertos en el lago,
el trono quedó vacío,
y las coronas se derritieron sobre los cráneos de cera.
Dicen que aún suena un piano entre las ruinas,
tocando la melodía de una historia
que los cuentos prohibieron repetir.

Y así terminó el “para siempre”,
con un beso de fuego,
una princesa sin cuento,
y un reino hecho ceniza.

Porque no todos los “érase una vez”
tienen derecho a un final feliz.