Entré, y allí estaba ella:
envuelta entre las sombras de su propia desolación,
acompañada únicamente por el peso silencioso
de todas las desdichas que cargaba en su piel.
No pronunciaba palabra alguna.
Solo sostenía mi mirada con esa fijeza
que detiene el tiempo,
con esa esperanza rota de quien busca un rescate.
Yo era la única capaz de comprender
lo exhausta que se encontraba de fingir día tras día,
lo hueca que se sentía cada vez que alguien
preguntaba “¿cómo estás?”
y ella respondía “bien”.
Sentí algo quebrarse dentro:
pena, rabia,
una tristeza tan espesa
que apenas me permitía mantenerme en pie.
Pero no podía quedarme allí…
Afuera me esperaban rostros conocidos,
y todos necesitaban otra cosa de mí:
no esto,
no este peso imposible
en una conversación casual.
Sus clamores silenciosos me alcanzaron
como llamadas perdidas que ignoré a propósito,
como mensajes que dejé sin leer.
La observé una última vez.
Intenté esbozar una sonrisa.
Mis labios apenas se curvaron.
Me alejé de ella sabiendo que la abandonaba…
que me abandonaba.
Mientras me apartaba del espejo,
dejé atrás esa mirada suplicante.
Me lavé las manos con agua fría,
me pasé los dedos por el cabello,
respiré hondo tres veces…
Y salí,
reconstruida en una versión más digerible de mí misma,
lista para seguir interpretando el papel
de quien parece entera,
aunque haya dejado su verdad
en aquel reflejo.