Obregón

Urania

Ya nada es suficiente.

¿Existe un trago más amargo

que el de defraudarse a sí mismo?

¿El de sentir haber podido,

tenerlo todo y estar

sin nada por causa propia?

 

Pero, ciertamente, ¿es todo mi culpa?

¿Soy quien causó la decepción

más grande en mi vida?

A ciencia cierta sé que una

decisión puede colapsar un

universo en toda su extensión.

Pero mis actos no fueron tan

malos, aún tenía una oportunidad.

 

Y mi color gris ahora es tan obscuro

con bordes flameantes de hierro fundido,

por aquella que me ha mentido.

Yo ingenuamente le creí porque,

¿no era acaso la autoridad departamental?

Creí que lo sabías todo, pero

resulta que no sabés nada.

 

Un fiasco, un fraude. Son uno de los pocos

adjetivos que te definen.

Una estafa, una mentira.

Antipática, egocéntrica, mezquina

y sin ápice de empatía.

A tu error ¿fue tan difícil un perdón decir?

 

Una disculpa, aunque de labios hacia fuera

así la habría aceptado.

O al menos, de tus ojos haber visto

un poco de remordimiento

por haberme engañado.

 

Rara vez lloro o me siento devastada,

pero esa vez que me llamaste y

me diste esa noticia sentí que

me apretaban la garganta hasta

hacerme brotar agua de los ojos.

 

Ahora que veo en retrospectiva,

me doy cuenta de que tristemente

solo fui una burla.

¿Hiciste que me esforzara y

a mi familia alegrara para nada?

 

No puedo aceptarlo.

Me niego, lo odio.

Siento pena de mi vida.

La única vez que me sentí

orgullosa de mí se esfumó

como un sueño febril.

 

Inútil.

Así me siento ahora.

¿Que tengo que volver a defender?

¿Que mi esfuerzo fue truncado

por reglas que no tienen sentido?

¿Que si hay algo que duela

más que defraudarse a sí mismo?

Sí, lo hay.

El furor del hermano decepcionado

fingiendo que no existís temporalmente.

Ver en los ojos familiares la vergüenza ajena

escrita en sus rostros en mayúscula discreta,

considerándote por lástima.

Que tus “amigas” te den de palabras

su “ayuda” por obligación y que

 al voltear te dan la espalda como si nada.

Pero lo peor de todo es, sin duda alguna,

Sentirse solo aún con la

omnipresencia divina.

 

¡Ay!, amigo, el cielo está radiante,

pero mi alma triste.

El aire cálido y mi cuerpo helado.

De esto, no hay forma de que huya.

 

Al final…¿fue mi culpa o la suya?

 

                                                              Lani Obregón