Prólogo — El principio del fin
Dicen que incluso la Eternidad tiene amores prohibidos,
que hay seres que, al encontrarse, desatan tormentas cósmicas.
Entre esos amores imposibles… está el de ellos:
la Vida y la Muerte.
Dos naturalezas opuestas,
condenadas a encontrarse,
buscando el amor dentro del otro.
Pero al intentarlo… al acercarse…
¿La Vida consumiría a la Muerte, o la Muerte a la Vida?
Esperen…
¿La Muerte estaba viva?
¿La Vida era su muerte?
Cuán condenado estaba ese amor,
ese que estaba entre la Vida y la Muerte.
Buscarlo sin certeza de hallarlo,
amarse sin garantía de existir.
¿Tal acto sería egoísmo… o la más pura muestra de afecto?
Quizás haya sido un poco de ambos.
Tal vez el amor sea eso:
arriesgarse, aun ante la posibilidad del dolor…
aunque queme… aunque te destruya…
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Ⅰ. La ecuación del destino
La Muerte no existía sin la Vida,
pero por la Vida, la Muerte moría… de amor.
Y no solo la Muerte: también la Vida,
pues en cada acercamiento, en cada caricia,
había menos de Vida.
Y la Muerte… no existía sin la Vida.
—¿Por qué uno más uno no da dos?
—¿Por qué tiene que dar cero?
Preguntaba la Muerte a la Vida angustiada,
pero ni la Vida, siendo maestra, la respuesta encontraba.
En la distancia eran todo…
pero todo no bastaba.
Iniciaron un romance, uno que estaba maldito.
Y es que la Muerte estaba viva,
la Vida era Muerte:
era su Muerte.
Era su Vida.
Bien dicen que la Vida tiene su fin con la Muerte,
pero también la Muerte tiene su fin
con la ausencia de la Vida.
Y es que el resultado de uno más uno,
ciertamente, no fue dos.
Fue cero.
Fue nada.
Fue todo.
Fue amor.
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Ⅱ. Big Bang
La Muerte Enamorada
Ella era el cálido verano,
la florecida primavera.
También era invierno y otoño,
siempre cambiando de fases.
Tan compleja y sencilla a la vez,
creada por el mismísimo Dios…
era perfecta.
Su único defecto fue amarme.
Yo, que solo era deseado por almas vacías,
la consecuencia del pecado: desobediencia y rebeldía.
Recibido con lágrimas de tristeza,
nunca con alegría.
Era el desaliento y los últimos días,
lo seguro… pero que nadie esperaría.
Un ser maldito,
que a lo que amaba, maldeciría.
Era la Muerte, él
que de amor, moriría y mataría.
Intenté huir con el olvido,
pero ¿cómo poder olvidar?
Ella era mi infierno y mi cielo,
y yo, de ella, lo era por igual.
Y es que solo con un beso,
o un simple roce, bastaría
para que la propia Muerte sintiera que moría;
para que la Vida dejara de ser Vida en el instante;
para que los seres malditos
fueran del uno y del otro… los condenantes.
Creíamos saber lo que después pasaría,
pero ¿quién podría detenernos?
Era el momento.
Por fin amarnos… y morir lento.
Pues había menos de Vida,
y menos de mí,
en cada caricia,
en cada beso.
Fue entre lágrimas y amor,
entre la pasión y la desdicha,
en el sufrimiento, en las risas,
donde nos consumimos sin impedancia.
Porque valía más ser nada juntos
que un todo en la distancia.
Y es así como vino la nada.
Solo hubo oscuridad y silencio.
Ya no quedaba más que un desolado universo.
Pero, de repente… Big Bang.
Surgió la Vida,
y tras ella, la Muerte:
las caricias, los besos, la maldición y la suerte.
Regresamos,
con pasión,
con dolor,
formando así
este ciclo maldito de amor.
Dos seres y la proclamación de un sentimiento eterno:
amándose, se van destruyendo,
poco a poco pereciendo,
un uno más uno dando como resultado… cero.
Un amor egoísta,
pero también el más sincero.
La Muerte enamorada…
¿Qué más se podría esperar?
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Ⅲ. Cero infinito
La Vida Enamorada
Él era mi sombra y mi luz,
mi final y mi comienzo.
La noche eterna que daba sentido
a cada amanecer que ofrecía.
Y aunque en su tenue presencia
mi esencia se desvanecía,
yo iba tras él,
directa hacia sus brazos.
Soy la Vida que camina hacia la Muerte,
la que concluye su ser en su regazo.
Él y yo,
dos seres que al unirse se hacen pedazos,
pero que a su vez se complementan.
Y es que no hay Vida sin Muerte;
en la Muerte reside mi más pura esencia.
En mi ser se halla el preludio
de aquel inevitable encuentro.
Nacer es el principio de morir,
y vivir es buscarle,
en cada momento,
mientras camino.
Somos dos caras de una misma moneda,
girando eternamente en las manos del destino.
Y es que en cada caricia que me da
siento cómo muero.
Y yo, consciente de que soy suya,
lo abrazo más fuerte…
porque le quiero.
Y en mi abrazo siento
cómo también la Muerte se desvanece,
cómo en la cercanía se agota
y desfallece.
Porque no hay Vida sin Muerte,
ni Muerte sin Vida.
Somos un ciclo que nunca cesa,
una danza que nunca termina.
La música de los últimos latidos
nos acompaña y nos envuelve.
Y ese momento que nos brinda amor,
tristeza, unión y despedida,
es tanto cielo como infierno,
acompañado de ese frío en las entrañas
que promete un descanso eterno.
Pero no.
Aunque el resultado de uno más uno
ciertamente no fue dos,
tampoco fue cero.
Fue un cero infinito:
donde inicia y termina,
donde nunca inicia y nunca termina
este romance maldito.
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Epílogo — La eternidad los contempla
Desde los confines del cosmos,
Vida y Muerte siguen danzando.
A veces se rozan, a veces se huyen,
pero siempre se buscan.
Sus pasos trazan órbitas invisibles,
sus suspiros dan forma al tiempo,
y cada encuentro suyo
enciende una estrella… o apaga un sol.
Cuando se aman, nacen mundos.
Cuando se separan, todo muere.
Pero el ciclo continúa,
como si el universo respirara a través de ellos.
Son causa y consecuencia,
principio y fin,
creación y ruina.
Y así, entre besos que engendran galaxias
y lágrimas que siembran eclipses,
Vida y Muerte siguen repitiendo su destino,
una y otra vez, sin remedio ni final:
1 + 1 = 0 ∞
Porque incluso la Eternidad,
al contemplarlos, comprende:
que no hay amor más eterno
que aquel que, al unirse, se destruye…
y al destruirse, vuelve a renacer.