JUSTO ALDÚ

JUAN, EL ESQUIZOFRÉNICO – Parte V (La puerta interior) Última parte.

JUAN, EL ESQUIZOFRÉNICO – Parte V (La puerta interior) Última parte.

 

Tras un largo proceso judicial, Juan fue declarado responsable de los crímenes cometidos aquella noche inenarrable.

El fallo fue definitivo: internamiento de por vida en un hospital psiquiátrico de máxima seguridad.

Cámaras de vigilancia las veinticuatro horas, registro constante de movimientos y una orden estricta:

Nadie debía abrir su habitación sin supervisión médica.

Extraño, pero la celda número 9 del pabellón psiquiátrico nunca conocía el silencio.

Aun cuando todo parecía en calma, algo murmuraba en los muros. Los enfermeros decían que era el viento, pero el viento no suele repetir nombres.

 

Juan permanecía sentado en la cama, mirando la pared frente a él. Allí había trazado, con un trozo de metal oxidado, la misma frase que escribió años atrás en la casa familiar:

 

“Ya no oigo las voces.

Se quedaron aquí, durmiendo conmigo.”

 

Sin embargo, mentía.

Las voces habían vuelto, aunque ya no le gritaban: le susurraban con dulzura, como madres cansadas arrullando a su hijo perdido.

 

Cada noche, antes del apagado de luces, Juan veía abrirse una grieta diminuta en la esquina del techo. De esa grieta salía una neblina que se deslizaba como un pensamiento antiguo. Dentro de la bruma se formaba la silueta de un hombre: encorvado, empapado, con una camisa blanca teñida de sombras.

El mismo que caminaba por la calle angosta.

El mismo que entraba al bar con el cuchillo en la mano.

 

Juan lo observaba sin miedo. A veces le sonreía.

—¿Volviste? —le decía al reflejo humano que emergía del vapor.

—Nunca me fui —respondía la figura, aunque nadie más oía su voz.

 

Los doctores, intrigados, registraban cada palabra. Hablaban de regresión, de trauma, de delirios cíclicos. Pero ninguno comprendía que Juan ya no soñaba: soñaban con él.

 

Y nosotros, al saltar dentro de su sueño —sin darnos cuenta— vimos todo:

El crimen, el regreso, la lluvia y la calle angosta.

No éramos testigos, sino viajeros dentro del laberinto de su mente.

Vimos cómo el abismo lo devolvía a sí mismo,

y cómo cada paso suyo era una puerta girando sobre su eje interior.

 

Una noche de octubre, la cámara del pabellón mostró algo inexplicable. A las 3:17 a.m., Juan se levantó de la cama, caminó hasta el muro y tocó la grieta.

Su cuerpo pareció desvanecerse en la penumbra, como si la materia se arrepintiera de existir.

Solo quedó el eco metálico de una respiración.

 

Cuando los guardias abrieron la puerta, la celda estaba vacía.

Sobre el catre, un cuaderno abierto: la misma letra, la misma frase, escrita de nuevo, pero con un añadido:

 

“He cerrado la puerta equivocada...

y me he quedado dentro.

 

Pero hay otra puerta,

una más estrecha,

donde la lluvia aún cae sobre los adoquines.”

 

Esa madrugada, un agente de policía —recién transferido desde la capital— juró ver a un hombre cruzando la callejuela que daba al viejo Bar La Esperanza.

Decía que caminaba bajo la llovizna, con una camisa blanca y los pies descalzos, arrastrando las suelas invisibles sobre el empedrado.

El agente lo siguió unos metros, pero el hombre se desvaneció al doblar la esquina.

 

Solo quedó el eco de sus pasos,

y la certeza de que Juan nunca salió del todo del abismo.

 

Quizá aún camina por dentro de su sueño,

o dentro del nuestro,

porque todos tenemos una puerta interior —a veces apenas una grieta—

que conduce a los rincones ocultos del subconsciente,

allí donde la razón tropieza con la locura

y el alma conversa con sus fantasmas.

 

JUSTO ALDÚ © Derechos reservados 2025